Comité Canadiense para Combatir los Crímenes Contra la Humanidad
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"Dermar" <dermar@sinectis.com.ar>
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Comité_Canadien <comitecanadien@post.com> Subject:
Sobre la guerra y la
paz Date:
Sat, 19 Apr 2003 16:00:14 -0300
Señores
de Comité Canadien: El
archivo adjunto contiene el desarrollo íntegro de la segunda mesa del Café
Filosófico Heráclito, que discurrió sobre el tema de la guerra y la
paz. Lo
envamos en Word, sin edición alguna, para que puedan adaptarlo al formato
de Vtra. página web, si lo consideran de interés para los lectores. Reciban
nuestras felicitaciones por la salutífera obra que realizan, nuestra
disposición para cooperar y también un cordial saludo. Eduardo
Dermardirossian Director Heráclito
Filosofía y Arte dermar@sinectis.com.ar Café
Filosófico Heráclito Suplemento
de HERÁCLITO
Filosofía y Arte Publicación
semanal sin fines de lucro, auspiciado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires y el Centro Cultural Borges. Se distribuye sin cargo por
correo electrónico. Director
Dr. Eduardo Dermardirossian Editor
Dermarte, Isabel La Católica 151, (1268) Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, Argentina, Tel. (011) 4362-3262, E-mail dermar@sinectis.com.ar
Abril
de 2003 Sobre
la guerra y la paz El
11 de marzo de 2003, antes de que se iniciara la guerra sobre Irak, HERÁCLITO
distribuyó un Mensaje entre sus suscriptores. En él se decía que mientras
volvemos sobre nuestras viejas inquisiciones y nos preguntamos si el afán
guerrero forma parte de nuestra naturaleza, nos apresuramos a repudiar
toda acción que pretenda dirimir con la violencia las diferencias habidas
entre los hombres y las naciones. También
se decía que mientras unos hombres discurrimos sobre la guerra
esgrimiendo la pluma, compartiendo mesas reales o virtuales de café o
manifestándonos en las calles de las grandes urbes, otros hombres están
prestos a iniciarla con completo desdén por la vida de sus iguales. Los
unos constuyendo utopías con el auxilio de la razón y del corazón, los
otros sosteniendo imperios en cuyos símbolos dinerarios se invoca impúdicamente
el nombre de Dios.
Hoy,
cuando la guerra viene a mostrarnos una vez más el rostro trágico de la
historia humana, queremos llegar otra vez a nuestros lectores para
invitarles a reflexionar sobre el tema. Lo hacemos con las opiniones que
en la segunda mesa del Café Filosófico Heráclito dijeron nuestros
panelistas Orlando Barbieri, Marcello Colussi y Mario Villar, con la
intervención postrera de Néstor Zanardo y con sendos artículos que
Julia Krysteva y Umberto Eco publicaron en medios colegas. También con
las meditaciones de la moderadora del debate, Sylvia Maclagan, y con
alguna intervención circunstancial del suscripto.
Eduardo
Dermardirossian
Director
©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre 2002 ************************* Presentación
de la moderadora Sylvia
Maclagan ¿Por
qué hay guerra y no, más bien, paz? En
este Café Filosófico pedimos reflexiones sobre la naturaleza del hombre.
El Siglo XX registró guerras, genocidios y hambrunas en franco aumento.
El comienzo del presente siglo no es nada auspicioso. Lo
común es señalar con el dedo a “los otros”: líderes poderosos,
terroristas, corporaciones. ¿Mas no pertenecemos, acaso, a un solo género
humano, responsable de lo que acontece? ¿Qué preguntas deberíamos
plantearnos? Develar lo
oculto tiene su costado trágico. Las confrontaciones sangrientas y el
peligro de aniquilación masiva nos invitan a la instrospección, pero
también a urgentes acciones remediadoras que de ella resultasen. Elegimos
conceptos extraídos de la obra Leviatán, de Tomás Hobbes
(1588-1679), como trampolín para iniciar este segundo debate filosófico. El
estado de guerra Tomás
Hobbes postula la perduración en el tiempo del estado llamado Guerra. La
naturaleza de la guerra no es el combatir (como en una batalla), sino la
disposición guerrera en sí, que se extiende en el tiempo mientras no
haya garantías que aseguren lo contrario; es decir: la Paz. Durante
el estado de guerra ¾natural
y latente, tanto en el individuo cuanto en la humanidad toda¾
no son posibles los viajes, el comercio, la cultura, el arte, la vivienda
cómoda, la sociedad ni el conocimiento. Reina el miedo y la vida del
hombre se vuelve solitaria, brutal y corta. Hobbes
descrubre tres causas principales de violencia: a) la competitividad; b)
la desconfianza o la inseguridad; c) la búsqueda de la gloria. Pregúntese
cada hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche,
cuando duerme. ¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave
las puertas y hasta esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o
amigos? ¿No
delata su proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo
leyes y organismos públicos para protegerlo? Las
pasiones humanas no son pecaminosas en sí, ni tampoco las acciones que de
ellas resultaren, en tanto no conozcan una Ley que las prohíba. Para
Hobbes no hay una ley moral objetiva y trascendente. No niega la
existencia de Dios, simplemente afirma que Dios no puede ser objeto de
estudio de la Filosofía. El estudio de las leyes de la naturaleza humana ¾la
fisiología¾
es la verdadera Filosofía Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la
vida en sociedad. ¿Pero cómo habremos de aplicar esa ciencia para que
cesen las guerras? ¾se
pregunta Hobbes. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Primera
ronda Dijo
Orlando
Barbieri Comienzo
hablando de Hobbes. Él concebía al hombre "primitivo" como un
ente sin cultura ni lazos sociales. Imperaba la ley de la selva o el
"todos contra todos". Por eso, según él, el contrato social tácito
entre los hombres, con el Estado como garante, es la razón por la cual
actualmente no vivimos matándonos. Como sabrán, Rousseau no lo vio así,
ya que consideró que ese hombre "primitivo" quizá fuera más
bondadoso que en su situación actual. Sin
embargo, tanto Rousseau como Hobbes se equivocan en suponer que hubiera
habido un momento en el cual el hombre no tuviera cultura. Es una especie
de abstracción propia de la edad moderna (desde el cogito cartesiano,
ese ideal de conocer sin preconceptos, prejuicios o supuestos, hasta el
sujeto trascendental kantiano). Yo
pienso, como sucede a partir de Hegel, que desde que hay hombre hay
cultura. Quizá haya algo más, tácito, en los planteos de Hobbes y
Rousseau, que hasta sugiere la raíz de sus diferencias. Ellos entienden
el contrato social y el Estado como el conjunto de lo que protege la
propiedad privada. El hombre "primitivo" podía ser poseedor de
lo que, con sus propias fuerzas, lograse custodiar. A
partir de las leyes de propiedad sucede algo muy curioso (aunque ya
estemos acostumbrados): si alguien se adueña por la fuerza de una
propiedad ajena es considerado ladrón, pero si alguien se queda con la
propiedad ajena por ser más habilidoso en los negocios, no. Sin
embargo, creo que algo hay de acertado en el diagnóstico de Hobbes,
porque me parece un hecho observable que el hombre tiende a la
agresividad, a la violencia, a la guerra. Esto no se observa en los tratos
individuales (salvo excepciones); se observa en la tendencia social a
saturar todas las posibilidades de bien y de mal. Cualquier fuerza
liberada, cualquier descubrimiento científico, es explotado para que
produzca todo el bien, tanto como todo el mal posible. Ya
lo dice Sófocles (Antígona, 1er estásimo). Los griegos eran trágicos y
sabían que los logros humanos se inclinan hacia el bien y hacia el mal.
Leído bajo la perspectiva del libre albedrío, parece que todo está en
el hombre y en cómo libremente decida aplicar los conocimientos
adquiridos. Pero esto es sólo cierto en el hombre "atomizado".
La sociedad en sí va a producir hombres que deseen el bien, que deseen la
paz, así como hombres que deseen el mal, deseen la guerra. No
interesa quiénes son mayoría (yo creo que los primeros), porque no hacen
falta muchos para poducir mucho daño. Por eso, aunque disiento con las
categorías y presupuestos de Hobbes y Rousseau, ajustándome a ellos diría
que "por naturaleza" (en realidad quiero decir, el hombre en su
fuero íntimo) el hombre puede ser deliberadamente pacífico o belicoso
y, en sociedad es pacífico y belicoso. Esto
no debe ser una excusa para liberarse del compromiso de ser un luchador
por la paz y el bien en general. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Primera
ronda Dijo
Marcello
Colussi
Las
preguntas de Hobbes son tan viejas como la humanidad, pero siempre
vigentes. El fenómeno de la guerra perdura en el tiempo, y según van las
cosas nada indica que vaya a desaparecer pronto. En
la actualidad, si bien concluyó la Guerra Fría, –escenario monstruoso
que nos acercó a una posible eliminación de la especie humana en su
conjunto– continúan en curso no menos de veinte procesos bélicos,
suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de
personas a nivel mundial.
Próximamente quizá también se sumen otros frentes, con Estados Unidos
en su centro. ¿Por
qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta
perpetua "disposición guerrera" que encontramos podría
hacer pensar que la recurrencia de los conflictos armados es connatural a
nuestra especie, genética. De hecho, el ser humano es el único espécimen
que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un
comportamiento similar. Sin embargo, como toda manifestación humana,
también la violencia, y la guerra en tanto su expresión más descarnada,
están moldeadas por lo social, por el proceso simbólico. En su dinámica
hay otras causas, otras búsquedas en juego. Diríamos incluso que esa disposición puede dar como uno de sus resultados el enfrentamiento
armado, pero la vida es una sucesión de conflictos, de
"guerras" no declaradas. La
forma en que nos vinculamos con el otro "delata
la opinión que tenemos de la humanidad ".
La presuposición ahí presente nos confronta entonces con la violencia;
o, como intuye Hobbes, con "la competitividad, la desconfianza, la
inseguridad, [la búsqueda de] la gloria". En otros términos:
con la lucha por el poder. La
violencia, la guerra, en tanto
vinculadas con el poder son, finalmente, construcciones sociales. A partir
de esto se ha dicho entonces que si la guerra es una "creación"
humana, si su génesis anida en las mentes, perfectamente se podría
evitar. Para
pensar su posible evitabilidad, un grupo de intelectuales y científicos
sociales, bajo el patrocinio de la UNESCO, se reunió en España en 1989,
obteniendo como resultado del esfuerzo emprendido el Manifiesto de
Sevilla. Se dice ahí que "la guerra es posible pero no tiene
carácter ineluctable como lo demuestran las variaciones de lugar y de
naturaleza que ha sufrido en el tiempo y en el espacio".
Inmediatamente se reconoce que "la misma especie que ha inventado
la guerra también es capaz de inventar la paz. La responsabilidad incumbe
a cada uno de nosotros". De ahí rápidamente se pasa al llamado
a una "Educación para la Paz". Si
lo arriba expresado es cierto, ¿por qué el fenómeno de la guerra no
decae sino, por el contrario, aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la
inversión en armamentos a nivel global? (780.000 millones de dólares
anuales) –armas que, indefectiblemente, son usadas. ¿Hay
"remedio" para esto? Siguiendo a Hobbes: "La Filosofía
Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la vida en sociedad, ¿cómo
habremos de aplicarla para que cesen las guerras?"
Es
curioso: nunca antes en la historia se habían destinado tantos esfuerzos
a educar para la paz, para la no-violencia. Y nunca antes se habían visto
tantas guerras, tan violentas, crueles y brutales. La actual tecnología
militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas como
inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales
armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica
en juego: golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas,
concepto de guerra sucia, grupos élites preparados como "máquinas
de matar", y como un ingrediente descomunalmente importante: guerra
psicológica. Para
conseguir la paz no alcanza solamente "educar" en ella. Todo
indica que no se pueden cambiar relaciones de poder apelando sólo a una
transformación moral, aplicando la ciencia de lo bueno y lo malo.
¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia si no se distribuye más
equitativamente el poder? Obviamente
están planteados ahí enormes desafíos: está claro que no hay un
destino genético en juego que nos lleva a la guerra como nuestro sino
inexorable. Pero quizá la educación no termina de modificar la realidad.
Una transformación real implica también cambios en las relaciones de
poder (en todas: económicas, de género, étnicas). Y esto último nos
lleva –círculo vicioso– a un cambio que se resiste a ser
operativizado si no es desde una acción violenta, como han sido hasta
ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la historia.
¿Más guerra entonces? Esta
disposición guerrera es, al menos en la condición humana conocida
hasta ahora, una consecuencia necesaria de la forma en que nos construimos,
en que nos hacemos sujetos, nos humanizamos. Es probable que otra
construcción en torno a los poderes –más horizontal, más
equilibrada– dé como resultado un sujeto y una sociedad no tan
violentos, más dispuestos a compartir, que no vean un peligro en el otro
distinto. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 Primera ronda Dijo
Mario
Villar Ius
ad bellum o Ius in bello. El
tema me resulta problemático a partir de que debe ser analizado desde dos
ámbitos diferentes. El primero, abarca la sensación de “guerra”
interna, referida a la sociedad civil en la que interactuamos; el segundo,
guarda relación con el estado de guerra real en que se enfrentan naciones
concretas, aun cuando se tratare en realidad del enfrentamiento de
perspectivas ideológicas acerca del “mundo” o de la debida o adecuada
configuración del mundo. La
sensación de guerra interna es debida a la pérdida de confianza en el
mantenimiento del orden o paz social que debe garantizar el Estado. Esta
función del estado es propia del mismo aún en concepciones que proponen
un estado ultra-mínimo (Robert Nozik). El
Estado que pierde su capacidad para sustentar la base cognitiva de su
ordenamiento de conductas (leyes), termina perdiendo la base de confianza
en las normas y acude en su reemplazo por conductas que tienden a
restablecer la sensación de seguridad, aún cuando sea a costa de un
elevado grado de libertad personal. Las rejas, los alambrados, los muros,
los vidrios polarizados, blindados, los countries, etc., no sólo nos
aseguran contra ataques externos sino que nos aíslan de la interacción
social. Generan la violencia de la mirada, aquella que es la sospecha del
otro como enemigo, pensamiento propio del estado de guerra, pero sin la
contrapartida de que en este último, como hay un enemigo, hay, también,
un amigo reconocible, tangible. Aquí
el enemigo es difuso y por ello completo. El tiempo mental dedicado a la
autopreservación nos aliena con relación al que se dedica a la proyección
de autonomía, al desarrollo de los planes de vida característica propia
de la personalidad. Levi-Strauss
indica ciertas diferencias entre el pensamiento “salvaje” y el no
salvaje (¿civilizado?), tales como la necesidad de una taxonomía del
mundo de la naturaleza para poder manejarse dentro de un orden asequible
(el caos no permite operar con sentido). La sensación de violencia nos
lleva a esa forma de pensamiento; clasificamos a los demás a partir de
nuestros prejuicios (Labeling Approach) porque es la única forma de
ordenación que puede espontáneamente guiarnos en la sociedad de
inseguridad. Eso no está bien ni mal, es; es una reacción, instintiva y
cultural, de supervivencia, abonada por los medios masivos de comunicación
y por la política propia del estado de guerra con su ideología
amigo/enemigo. Pero
en este estado de inseguridad, propio del conflicto, perdemos todos, pues
los lazos sociales de solidaridad, que son tan difíciles de generar, se
resienten hasta desaparecer. Distinta
a la solidaridad es la contención. La ayuda social pasa a tener
este último carácter; se contiene con dádivas a los peligrosos para que
no pasen del estado de latencia al de actividad, con el efecto de
profundización de las diferencias. Esto responde a la lógica de la
guerra; los mercenarios debían ser contratados para evitar que el otro
bando lo hiciera. Pero
el problema no es la guerra exterior o interior, pues si es pasajera
genera un cambio, permite una nueva configuración social. La guerra de
por sí se confronta como opuesta a la paz, por lo tanto no puede, por
definición, ser permanente. El problema es la permanencia de la espera en
inseguridad, la falta de un horizonte para la paz. El horizonte único de
guerra hace que las conductas en la interacción social conlleven un pronóstico
de acentuación del mismo problema. La
sociedad está generando en forma “metódica” un ejército de
conflicto en su propio seno. El sistema social ¾todo
sistema social¾
tiende a autoconfirmarse y a autoreproducirse (autopoiésis), pero cuando
el sistema no puede dar solución convierte a aquello que no es
comunicativo, en entorno, algo externo e irrelevante para el sistema
social. Esta tendencia hace que siga empujando en el mismo sentido de
excluir y el excluido está en otro territorio, pero quiere retornar al de
puertas adentro. La consecuencia es la guerra que, por definición, nunca
termina. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Segunda
ronda
Nuevamente
Orlando
Barbieri He
leído los comentarios de Marcelo Colussi y Mario Villar, suscitados por
el texto de Hobbes. Comparto la mayoría de las ideas, por lo menos no me
han suscitado ningún conflicto interno. Con el primero sólo añadiría
sutilezas a su enfoque de lo que fue durante y después de la
guerra frìa y a sus datos sobre la inversión en armamentos. Además soy
trágico (ni pesimista ni optimista) con respecto a evitar la guerra e
inventar la paz. No
sé si entendí todo lo que escribió Mario Villar, pero me sugirió un
nivel de reflexiones que yo creo paralelo al suyo. Su diagnóstico de la
sociedad en la cual se daría continuamente un estado de guerra no
manifiesta me hace pensar en cómo actúan otros sentimientos humanos en
el conjunto. Parece claro que la mayoría desea la paz. Me recuerda a
ciertos argumentos de Hume acerca de que no es la racionalidad humana sino
sus sentimientos los que lo llevan a evitar el mal. Una catástrofe
(suponamos natural, como una inundación o un sismo) que produce la muerte
de millares de personas, friamente analizado, podría llevarnos a la
conclusión de que mejora al planeta y a la humanidad, ya que disminuye la
superpoblación y a veces hasta modifica para bien la tierra.
Esto a menudo es literalmente sentido, como, que yo recuerde, el caso de las
erupciones del volcán Hudson en nuestra Patagonia. Murieron ovejas (bicho
no autóctono, predador de suelos, introducido por los intereses económicos
de ciertos terratenientes) y algunos humanos se vieron seriamente
afectados. Pasado el momento agudo, esas tierras desertificadas se
volvieron tierras fértiles, gracias a la ceniza volcánica y a la disminución
de ovejas. En
otros casos, la mayoría, no acompañamos tan lejos a nuestra razón. Por
sentimientos, detestamos las catástrofes, especialmente las provocadas
por el hombre y particularmente las guerras. Los desastres ecológicos
producidos por el hombre son considerados "no naturales".
Resurge una vieja pregunta ¿Lo producido por el hombre, que es a su vez
un producto de la naturaleza, es o no natural? En este contexto, hay que
preguntarse luego también si la guerra es o no natural. No para caer en
el engaño iluminista de Hobbes. La sospecha de fondo es más radical. La
naturaleza quizá se está defendiendo contra su más terrible predador:
el hombre. Hubo
épocas en las cuales el hombre era más optimista con respecto a la
naturaleza porque era más optimista con respecto a sí mismo. El universo
era concebido como un cosmos (orden) eterno porque las teorías físicas
reproducían la antropovisión optimista entonces vigente. Hoy las teorías
nos muestran la entropía y nos hacen sospechar que, en el mejor de los
casos, el hombre es el más eficaz aparato autodestructivo que la
naturalez ha pergeñado para llegar a la entropía total. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 Segunda ronda Nuevamente
Marcello Colussi Muy
atinada la observación de Orlando Barbieri en relación a que "si
alguien se adueña por la fuerza de una propiedad ajena es considerado
ladrón, pero si alguien se queda con la propiedad ajena por ser más
habilidoso en los negocios, no". Es decir: existe una tendencia
humana que no nos conduce a la solidaridad precisamente. Lo cual abrió la
pregunta a toda la filosofía moderna –sobre un mundo concebido en torno
al ser humano y no tanto en relación a dios como su centro– por
la condición humana misma, sobre sus potencialidades y sus límites.
¿Qué tan buenos, o despiadados, podemos ser? Mundo en el que aparecen
las leyes (el contrato social) como garantía que torna posible la vida
humana. Como
dice Barbieri leyendo a Hobbes: "es un hecho observable que el
hombre tiende a la agresividad". O al menos: no hay dudas que la
agresividad hace parte sustancial del fenómeno humano. Luego, también se
puede ser "bueno", a veces. La vida cotidiana, la rutina de la
vida social se edifica sobre este último supuesto; pero cada tanto –o
continuamente– ahí están las explosiones violentas (guerras,
enfrentamientos de los más diversos, insultos, chantajes, etc.) recordándonos
el talante originario, la "disposición
guerrera". "Las
rejas, los alambrados, los muros, los vidrios polarizados, blindados, (...)
generan la violencia de la mirada, aquella que es la sospecha del otro
como enemigo, pensamiento propio del estado de guerra", nos dice
acertadamente Mario Villar. Agregaría: que es "propio del estado
de guerra", pero no privativo de él. La violencia está
estructuralmente presente; la guerra abierta y declarada es una
posibilidad, una manifestación entre tantas de esta situación
originaria. El otro aparece, en principio, como enemigo. Clasificamos
a los demás a partir de nuestros prejuicios",
agrega el
mismo autor. "Eso
no está bien ni mal, es; es una reacción, instintiva y cultural, de
supervivencia, abonada por los medios masivos de comunicación y por la
política propia del estado de guerra con su ideología
amigo/enemigo".
El
ser humano individual sólo puede convertirse en lo que es a través de
otro individuo, de otro semejante; su esencia misma consiste justamente en
la modalidad de su existencia fundada en el otro, en su original apertura,
en su "ser-para-otro". Sin embargo esta relación
fundacional del fenómeno humano no es en absoluto una vinculación armónica
de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés
común en persecución de la propia conveniencia. Es –según lo que nos
permite ver la experiencia constatable, la lectura de la historia– una
"lucha a vida o muerte" entre individuos esencialmente
desiguales, en la que uno es el "amo" y el otro es el
"esclavo", para decirlo en términos hegelianos.
Desigualdades que remiten a distintas diferencias: de género, de etnias,
de clases, generacionales. La
pregunta –de orden filosófico, pero igualmente de orden práctico,
cotidiano, político– nos remite a ¿cómo manejar esas diferencias? ¿Es
nuestro destino ineluctable la autodestrucción? Quizá.
Ciertos datos nos podrían indicar que nuestra tendencia agresiva nos
lleva inexorablemente hacia la muerte (y ahí están las guerras recordándonoslo).
Esa fue la conclusión a que llegara Freud cuando al formular su mitología
conceptual de un más allá del principio del placer, de una compulsión a
la repetición que lleva a toda materia viva a la búsqueda de su
primitivo estado inorgánico. Pero
fuera de este nivel de especulación, el compromiso ético del día a día
nos convoca a defender la vida, y fundamentalmente su calidad, su
dignidad. Defensa, entonces, que nos obliga a achicarle espacio a la
violencia; lo cual, en otros términos, nos emplaza a trabajar por la
justicia. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Segunda
ronda
Nuevamente
Mario
Villar De
la guerra (o acerca de la civilización perdida). Considero que las
opiniones expresadas en el debate tienen una nota común en la idea de que
el poder es el motor de las situaciones de guerra exterior, a las que se
refirieron los restantes partícipes del mismo. Mi opción por la guerra
interior me pareció mucho más influenciada por nuestra realidad cercana
y quizás dejé en la “sombra del farol” lo que estaba más lejos. Luego
de esta separación de enfoques, que hace casi inconmensurables nuestros
puntos de vista acerca del texto disparador del debate, quisiera reflexionar sobre el estado de guerra exterior. La
guerra ya no depende de las necesidades o pretensiones de expansión, ni
de la búsqueda de recursos valiosos. Hasta hace poco trataba de cómo se
regulaba el funcionamiento del mundo, las superpotencias debían manejar
sus patios traseros de forma ordenada a sus intereses. Ahora, la guerra
parece haberse polarizado, un único enemigo está a la vista: “el
terrorismo”. Los medios para combatirlo están más allá de la Ley del
Talión más burdamente interpretada, pues el enemigo no es parte del
mundo civilizado, no es persona, pertenece al mundo del mal moral y debe
ser combatido con exceso. La
guerra moral sólo conoce como forma de lucha al exceso. Estados
Unidos de América, por el
ataque a las “Torres Gemelas”, ha emprendido una guerra, no contra el
autor o autores del atentado, sino contra un enemigo construido a imagen y
semejanza de los prejuicios que tiene acerca de la cultura islámica. Este
enemigo sin rostro refleja los más atávicos sentimientos de venganza
ilimitada. El problema es que la violencia tiende a autorreproducirse y no
hay nada que corte esa mecánica. En la antigüedad el castigo sustitutivo
(por medios simbólicos) rompía con esa reproducción de violencia. El
esquema de la venganza sólo se interrumpe cuando quien detenta el poder
se siente satisfecho, es decir, la irracionalidad de la venganza sólo
termina cuando se da la irracionalidad de satisfacción del vengador. El
mundo actual no puede depender del cortafuegos de la irracionalidad, que
se disfraza bajo el nombre de “racionalidad del poder”; de ser así,
los derechos humanos serían derechos de algunos humanos. Tal como decía
burlonamente Anatole France: “La ley en su mayestática igualdad prohibe
tanto a los ricos como a los pobres el mendigar en las calles, dormir bajo
los puentes y robar pan”. La
pregunta central es si estamos dispuestos a condonar la violencia
descarnada sólo porque es respuesta a otra violencia. ¿Importa la raza o
religión de quien sufra injustamente? Sería
paradójico que una de las naciones que propició los juicios de Nüremberg
sea el creador de un nuevo holocausto. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Reflexiones
finales de la moderadora
Sylvia Maclagan Cuando
se me propuso lanzar la segunda mesa del Café Filosófico Heráclito y
elegir el tema del debate, morían 200 jóvenes turistas en la isla de
Bali; a los pocos días se inició el terrible asedio a un teatro en Moscú,
donde 700 personas asistían a una función cultural. En Argentina se ha
desatado el horror del hambre de los niños, víctimas inocentes en una
guerra despiadada entre poderes nefastos. Mientras tanto, el Estado
norteamericano se prepara para una guerra contra Irak, cuando queda claro
que el bombardeo de Afganistán ni detuvo el terrorismo ni eliminó a su
cabecilla. Estamos
involucrados
en una guerra en expansión, no demarcada, que incluye la devastación de
nuestro patrimonio natural. Paradójicamente, somos el eslabón más
inteligente pero menos necesario en la cadena biológica.
Nada indica que la Naturaleza no pueda prescindir del hombre. Creo
que Barbieri, Colussi y Villar están de acuerdo en que estos
acontecimientos responden a algún tipo de poder. En el mejor de los
casos, señala Colussi, “Es probable que otra construcción en torno
a los poderes ¾más
horizontal, más equilibrada¾
dé como resultado un sujeto y una sociedad no tan violentos, más
dispuestos a compartir, que no vean un peligro en el otro distinto.” Pero
existen poderes no siempre sospechados.
Observa
Barbieri: “Una catástrofe (supongamos natural, como una inundación
o un sismo) que produce la muerte de millares de personas, friamente
analizado, podría llevarnos a la conclusión de que mejora al planeta y a
la humanidad, ya que disminuye la superpoblación y a veces hasta modifica
para bien la tierra.” Por
intereses creados, se
suele afirmar que el poder destructor del hombre es mínimo comparado con
los cataclismos naturales: terremotos, maremotos, errupciones volcánicas,
pestes, etc. Esta
tesis es insostenible, salvo en el caso de que nuestro planeta recibiera
el impacto de un gran asteroide.
El hombre puede desatar guerras biológicas incomparablemente peores que
las pestes de antaño. Continúa Barbieri:
“Hoy
las teorías nos muestran la entropía y nos hacen sospechar que, en el
mejor de los casos, el hombre es el más eficaz aparato autodestructivo
que la naturaleza ha pergeñado para llegar a la entropía total.” Villar
distingue otro aspecto:
“Aquí el enemigo es difuso y por ello completo. El tiempo mental
dedicado a la autopreservación nos aliena con relación al que se dedica
a la proyección de autonomía, al desarrollo de planes de vida, característica
propia de la personalidad.” Las
dificultades para definir el tipo de poder que atenta contra la paz me
remiten a la tapa del libro de Hobbes. “Super
Terram quae Comparetur...
¿qué cosa?
Para Hobbes, quien anhelaba la paz civil ante todo, la solución era la
monarquía absoluta, elegida en un principio por asambleas populares pero
que, forzosamente, se perpetraría en el tiempo por herencia. La gente
rechazó su propuesta, inclinándose hacia las nacientes ideas
republicanas. Sin
embargo, observamos dentro de la figura del mítico “leviatán” que
comparece sobre la tierra, una multitud infinita de seres humanos que la
conforman. Hecho el pacto ¾o
la elección en nuestro sistema sociopolítico¾
la multitud
se une en un solo cuerpo. Hobbes quizo decir que somos todos leviatán y
leviatán es todos nosotros. Y si bien los individuos deberían obedecer
al poder a que ellos mismos se entregaren, Hobbes postula la igualdad
entre los hombres, además de su libertad: si el soberano ya no puede
protegerlos, quedarán libres de su obligación para con éste. No hay
pacto o elección que quite al hombre su derecho natural de autopreservación.
Hobbes
se vio obligado a recurrir a la figura de un monstruo marino mítico para
ilustrar sus teorías políticas “científicas”. Leviatán es
arquetipo de lo bajo, un monstruo vinculado con el sacrificio cosmogónico.
Pero también representa a las fuerzas que preservan y vivifican el mundo.
En esta combinación de luces y sombras que conforman nuestro ser, se
entiende que debemos perseverar en la lucha por la paz, como han destacado
con claridad Barbieri, Colussi y Villar: “La
pregunta central es si estamos dispuestos a condonar la violencia
descarnada sólo porque es respuesta a otra violencia. ¿Importa la raza o
religión de quien sufra injustamente?”,
pregunta Villar, mientras que Barbieri afirma: “Esto no debe ser una
excusa para liberarse del compromiso de ser un luchador por la paz y el
bien en general.” Colussi,
aún más enfático, aclara: “....el
compromiso ético del día a día nos convoca a defender la vida, y
fundamentalmente su calidad, su dignidad. Defensa, entonces, que nos
obliga a achicarle espacio a la violencia; lo cual, en otros términos,
nos emplaza a trabajar por la justicia. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002 ************************* Dijo
Néstor
Zanardo, reflexionando
en torno a las opiniones de Barbieri, Colussi, Villar y Maclagan. Sylvia
Maclagan nos dice: “Tomás
Hobbes descubre tres causas principales de violencia: a) la
competitividad; b) la desconfianza o la inseguridad; c) la búsqueda de la
gloria. Reflexiono:
En el mundo material, en el cual vivimos, las palabras de Hobbes resuenan
como si fueran eternas……en el mundo espiritual todo eso tiende a
desaparecer porque no se compite, no hay inseguridad, y se carece del
deseo de alcanzar la gloria o de ser un vencedor. Pareciera que la
inseguridad histórica del ser humano, su necesidad de defenderse de la
naturaleza y en particular de los otros seres humanos, ha sido una
constante vital. De todas las formas de vida, la humana es la que más daño
ha hecho a la naturaleza y al hombre mismo, que es parte de ella. El miedo
a lo desconocido del mundo exterior se ha propagado a su interior y
asentado en él. En los últimos 500 años, se ha dedicado a desentrañar
el misterio de esos mundos materiales, relegando el mundo de lo
inmaterial, que habita fuera y dentro de él. Agrega
Maclagan que según Hobbes, "las pasiones humanas no son
pecaminosas en sí, ni tampoco las acciones que de ellas resultaren, en
tanto no conozcan una Ley que las prohíba.” Para Hobbes no hay una ley
moral objetiva y trascendente. No niega la existencia de Dios, simplemente
afirma que Dios no puede ser objeto de estudio de la Filosofía. El
estudio de las leyes de la naturaleza humana - la fisiología - es la
verdadera Filosofía Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la vida
en sociedad. ¿Pero cómo habremos de aplicar esa ciencia para que cesen
las guerras? - se pregunta Hobbes”. Las
cosas no han cambiado de Hobbes para acá... dificil tema el de las
pasiones... dependen de las circunstancias... con ley o sin ella
debieran cumplir con aquello de ser "en su medida y
armoniosamente" o, como diría Leibnitz, poderse poner como arquetipo
universal. Orlando
Barbieri observa: “Sin
embargo creo que hay algo acertado en el diagnóstico de Hobbes, porque me
parece un hecho observable que el hombre tiende a la agresividad, a la
violencia, a la Guerra (...) Los griegos eran trágicos y sabían que los
logros humanos se inclinan hacia el bien y hacia el mal." Mientras
vivamos exclusivamente en el mundo material, habrá contrarios y habrá
tragedia. Unamuno estaba de acuerdo con eso de la tragedia. La guerra es
un crimen a escala regional o planetaria, es la culminación de la
violencia individual y colectiva, es la canalización de lo peor del ser
humano, para dominar, para esclavizar, para triunfar….donde se borronean
creencias, políticas, ideologias, morales, palabras, para ponerlas al
servicio de la destrucción y del odio a los otros…..en búsqueda de un
"triunfo" y una "gloria" que luego se
inmortaliza en estatuas y museos. Dijo
Mario Villar que "la
sensación de violencia nos lleva a esa forma de pensamiento, clasificamos
a los demás a partir de nuestros prejuicios (labeling approach) porque es
la única forma de ordenación que puede espontáneamente guiarnos en la
sociedad de la inseguridad. Eso no está bien ni mal; es una reacción,
instintiva y cultural, de supervivencia, abonada por los medios masivos de
comunicación y por la política propia del estado de Guerra con su
ideología amigo/enemigo." Es
cierto que cuando nos ponen un uniforme y nos envían a la guerra debemos
"defendernos" de otros que están en la misma situación…..La
sociedad, los estados y nosotros mismos, como individuos, hemos ido
incrementando la atmosfera de miedo y agresividad que hoy recorre el
planeta. ************************* Los
artículos que siguen, de Julia Kristeva y Umberto Eco, fueron publicados
en Le Monde de París y Clarín de Buenos Aires, el primero,
y en The New York Times y La Nación el segundo. Nuestras
fuentes fueron los matutinos argentinos (...) Ciertamente,
la psicoanalista Kristeva y el semiólogo Eco abordan el asunto desde sus
respectivos miradores, menos filosóficos, si se quiere; que el de
nuestros panelistas, pero no dudamos que ambos aportes son significativos
(...) Esta
particular visión del asunto es oportuna, porque no hace mucho tiempo que
la formidable máquina bélica de los Estados Unidos de Norteamérica
emprendió una guerra en el Asia Central, y también porque en estos días
se apresta a repetir esa experiencia en el Golfo Pérsico*. También es
oportuna porque las razones que se invocan para arrasar con pueblos y
territorios ocultan el propósito de controlar los recursos energéticos
no renovables del planeta. Eduardo
Dermardirossian Director *
De hecho, la guerra en Irak está en curso. ©
Café Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003 ************************* La
paz está en crisis (...) porque en el comienzo de este tercer milenio el
discurso sobre la vida está ausente En
el siglo XXI, la paz ha muerto
Por
Julia
Kristeva Ellos
curan a la ligera el quebranto de la hija de mi pueblo diciendo:
"paz, paz, ¡y no hay paz!" (Jeremías, 8, 11). Así hablaba
Jeremías, "el profeta de la desdicha", que comenzó a
profetizar hacia 627-626 A.C.. Jeremías, el perdonavidas de las mentiras,
de los falsos profetas y los idólatras. Aún
hoy me preguntan si se puede alcanzar la paz que no existe. Pienso en el
famoso "proceso de paz" de Oriente Medio, del que no quedan más
que desastrosos oropeles en una cohorte de "impedimentos",
"sabotajes", "atascamientos",
"interrupciones" y otras "muertes". Pienso en el
estado de guerra latente, denominado situación de
"inseguridad", en el cual el terrorismo hundió al mundo desde
el 11 de setiembre de 2001. Por
supuesto, no ignoro que "la paz se logra" en París e incluso en
Nueva York. Lo que digo solamente es que, aun para los más afortunados,
la paz se revela hoy más que amenazada: una visión de la mente, quizás
una alucinación incluso, como una película translúcida, un perfume volátil,
el ala de una abeja, el sueño de un sabio que se imagina mariposa o de
una mariposa viéndose como sabio. Me pregunto si en algún otro momento
la paz estuvo rodeada de tantos "principios de precaución",
cuando no de incredulidad. Y me interrogo. ¿Y
si acaso la paz sólo existiera como objeto de creencia, de fe y de amor?
En otras palabras, ¿si la paz sólo existiera como un discurso
imaginario? Lo cual significaría que posee cierta realidad y hasta una
realidad cierta. Basta
leer una novela, mirar una película, escuchar un disco o participar en un
rito religioso para que esa realidad imaginaria se apodere de nosotros,
aunque más no sea como proyecto o promesa: "La paz esté con ustedes
y con tu espíritu", "Amén", "Nos separamos en paz
respetando la ley del silencio". El
apaciguamiento es un proceso imaginario; lleva a las pasiones destructivas
a expresarse en palabras, sonidos y colores; las escenificaciones simbólicas
reemplazan entonces los combates y las guerras cotidianas, para constituir
una neorrealidad que es un ideal, muchas veces un idilio incluso, siempre
una sublimación de la violencia, que recibimos como una belleza, un
fragmento de serenidad o de paz. El
proceso analítico es también, a su modo, una manera de lograr la paz;
pero altera esa lógica de elaboración-sublimación de la agresividad que
abrieron las religiones antes que nosotros, precisamente por medio del
pavor, jugando con el terror y prometiendo a la vez la purificación. En
el principio existe el odio, dice en sustancia Sigmund Freud (1856-1939),
como contrapunto a la declaración, cuánto más tranquilizadora, según
la cual "En el principio existía la Palabra". No obstante,
aunque parezca más pesimista, la afirmación de Freud no lo es
totalmente, pues al mismo tiempo que reconoce su lugar a la "pulsión
de muerte", que exalta a los kamikazes de todos los tiempos, el
fundador del psicoanálisis propone no obstante un apaciguamiento
imaginario posible, definido como un análisis, "interminable"
por cierto, pero que da una posibilidad de disolver obstinada,
continuamente, la influencia de la muerte: así, el analizando puede
alcanzar la paz en sí mismo y con los otros, indefinidamente. ¿Cómo
se llega a ese milagro? La invención del inconsciente fue el primer paso
hacia la creación de esta quimera que es, como se ha dicho, la sesión
analítica: lugar imaginario, simbólico y, si se da bien, real, donde el
analista y el analizando regresan hasta sus pulsiones más inconfesables
para llegar, a partir de esos estados de despersonalización recíprocos,
a derivar recorridos nuevos. Los asesinatos, las culpas y las venganzas se
transforman así en renacimientos psíquicos, en vidas nuevas. Tanto
en religión como en arte o psicoanálisis, estas alquimias del
apaciguamiento comportan riesgos mayores, y sólo llegan a desbaratar el
fuego de la pulsión de muerte con el que juegan creando artificios: sólo
se logra la paz sustrayéndose de la realidad social e histórica,
protegiendo el proceso imaginario en el recinto de lo sagrado y lo estético
de la escena terapéutica propiamente dicha. Conocemos
sobradamente los desbordes frecuentes de estos "espacios
delimitados" que, no contentos con atizar los conflictos fratricidas
dentro de sus propios campos, desatan en el mundo "profano"
guerras de todo tipo, si es que no se vuelven sus cómplices. Más
que las otras religiones y creencias, los monoteísmos que movilizan las
iniciativas de sus súbditos, lejos de limitarse al espacio sagrado y a su
extratemporalidad, se integran o se insinúan en el curso de la historia,
y más o menos brutalmente la dirigen. Hay que reconocer, no obstante, que
gracias al cristianismo, y sobre todo a sus descendencias laicas, el
discurso de paz abandonó el ámbito del imaginario privado o colectivo
para pretender concretarse en la realidad social de los hombres y las
mujeres. Cuando
la razón práctica de Kant proclamó "La paz eterna", en su célebre
texto de 1795, no fue solamente una reacción al Terror revolucionario,
sino una traducción política del mensaje evangélico, fundado con toda lógica
en el universalismo y el amor a la vida humana. Esta fuente que yo
considero "imaginaria" de la moral moderna —entiendo la
palabra "imaginaria" en la gravedad de su real intrapsíquico e
intersubjetivo— funda los derechos del hombre actuales y se revela ya en
el texto fundador de "La paz eterna". Los
detractores modernos de los derechos del hombre se equivocan al pensar que
el fundamento de la paz imaginaria que aquellos representan revela su
fragilidad por el simple hecho de que el universalismo no logró extender
la justicia social. Es cierto que no todos los hombres son "hermanos,
iguales y universales" si la exclusión económica, racial, religiosa
puede dejarlos al margen de la sociedad o si los priva aun de esperar
integrarla. Pero el que a mi entender sufre más gravemente hoy es el
soporte del imaginario de la paz: no comprendemos el amor a la vida. Ya ni
siquiera tiene discurso. Lo
que digo, entonces, es que la paz está en crisis —en Gaza, en Jerusalén,
en París, en Nueva York, de manera diferente y conjunta— porque en el
comienzo de este tercer milenio el discurso sobre la vida está ausente. Y
sin embargo, ¿quién no se siente profundamente apegado a uno solo de
esos "valores", aun en crisis: es decir, a la vida? Pero apenas
sabemos lo que estamos poniendo en esa palabra, más allá quizá, de la
necesidad de hacerla durar con el menor sufrimiento posible. Si bien no
faltan las pulsiones suicidas o sadomasoquistas en ciertas exaltaciones de
la vida, mucho más que en el "choque de las civilizaciones", el
déficit de la civilización moderna radica en nuestra falta de respuestas
a las preguntas qué es una vida, qué quiere decir amar la vida. Si
las democracias, científicas y racionales no disponen de un discurso para
este interrogante ligado al destino, ¿debe asombrarnos ver que las
religiones se convierten en desencadenantes de la pulsión de muerte? De
esa pulsión de muerte que precisamente tuvieron la vocación de
frecuentar, que se jactan de frenar y prohibir y cuya violencia dicen
sublimar. Al
confrontar los dos totalitarismos, hitleriano y staliniano, Hannah Arendt
los asoció en el mismo mal que establece la "banalidad de la vida
humana" arrogándose el derecho de eliminar de la superficie de la
tierra a determinado grupo humano: judíos, gitanos, enfermos mentales.
Sobre la marcha, la filósofa distingue entre "zoé", o vida
biológica y "bios" o vida contada (biografía), compartida en
la memoria de la ciudad con otros vivos: no necesariamente con los más
heroicos, los más brillantes o los más eficientes, sino con los
cualquiera, con quienquiera que sea, siempre y cuando sea respetado como
un sujeto emergente. Café
Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003 ************************* Tras
un debate en la Academia Universal de las Culturas, el escritor y semiólogo
italiano Umberto Eco reflexiona
sobre lo que muestra la historia: la relativa concordia lograda en el
centro del imperio, al precio de sangrientas contiendas desatadas en la
periferia. Este artículo ha sido publicado en The New York Times y
en La Nación, bajo el título “La gran guerra, la pequeña
paz”. Nuestra fuente ha sido la edición del 9 de febrero de 2003 del
matutino argentino. Heráclito
advirtió que la lucha es la ley del mundo y la guerra es la generadora y
ama y señora de todas las cosas A
fines de diciembre, la Academia Universal de las Culturas debatió en París
cómo se puede imaginar la paz actualmente. El tema del debate no era cómo
definirla o cómo alcanzarla, sino cómo imaginarla. Es que la paz ya no
parece ser una meta, sino un objeto desconocido. Los
teólogos han definido la paz como tranquilitas ordinis, en latín, la
tranquilidad del orden. ¿La tranquilidad de cuál orden? Todos somos víctimas
de un mito original: en el principio reinaba una condición edénica,
luego esa tranquilidad fue transgredida por el primer acto de violencia. Pero
Heráclito advirtió que la lucha es la ley del mundo y la guerra es la
generadora y ama y señora de todas las cosas. En el principio está la
guerra, el hombre es el lobo del hombre y la evolución comporta una lucha
por la vida. Todos
las variantes de paz que hemos conocido a lo largo de la historia, como la
Pax Romana o, en nuestros días, la Pax Americana (aunque también existió
una Pax Soviética, una Pax Otomana, una Pax China), han sido resultado de
la conquista y la constante presión militar, por medio de la cual se
mantenía un cierto orden y se reducía el grado de conflicto en el
centro, pero al precio de muchas pequeñas y sangrientas guerras periféricas.
Este estado de cosas puede complacer a los que se encuentran en el ojo del
huracán, pero los que están en los márgenes padecen la violencia que
sirve para mantener el equilibrio del sistema. Nuestra paz se obtiene
siempre al precio de una guerra sufrida por otros. Esto
nos lleva a extraer una conclusión cínica pero realista: si quieres la
paz (para ti), debes prepararte para la guerra (contra los otros). Pero de
alguna manera, durante las últimas décadas, la guerra se ha vuelto tan
compleja que ya no termina con una situación –ni siquiera
provisional– de paz. A lo largo de los siglos, el fin de una guerra era
invadir el territorio del enemigo, manteniéndolo en la ignorancia con
respecto a nuestros movimientos para poder tomarlo por sorpresa y
conservando un frente interno solidario y unificado. Ahora,
después del Golfo y de Kosovo, vimos en nuestras pantallas de TV no sólo
a periodistas occidentales que hablan desde las ciudades enemigas
bombardeadas, sino también a representantes de esos países que se
expresaban libremente. Los medios informaban al enemigo sobre las
posiciones y los movimientos de los nuestros, como si Mata-Hari se hubiera
convertido en la directora de las redes de televisión local. Ver
y escuchar al enemigo en casa, y la evidencia insoportable de la destrucción
de la guerra, nos decía que no debíamos matar al enemigo (o mostrar que
sólo lo matábamos por error) y al mismo tiempo hacía insostenible la
idea de que muriese uno de los nuestros. ¿Se puede hacer una guerra en
estas condiciones? Y es peor aún luego del 11 de septiembre. El
enemigo está en casa, pero los medios ya no pueden ponerlo en pantalla,
porque es clandestino. Cada acto terrorista es magnificado por los medios,
que de ese modo le siguen el juego al adversario. Se le quitan a Saddam
las armas que le ha proporcionado Occidente, y que aún le sigue
proporcionando, pero el verdadero enemigo no tiene necesidad de armas y
tecnología propias: usa aquellas de las naciones que procura destruir.
Para bombardear Londres, los alemanes tuvieron que fabricarse sus propias
bombas, pero para destruir dos torres estadounidenses se usaron dos
aviones estadounidenses. Se
establece así una división clara entre dos frentes: los fabricantes de
armamentos están a favor de la guerra, mientras que las compañías aéreas,
la industria del turismo y toda la red del comercio global se oponen con
firmeza. Así,
la nueva forma de la guerra es un estado permanente por la elusividad del
adversario, y porque cada uno de los contrincantes teme llevar el combate
a sus últimas consecuencias. Numerosos intereses multinacionales tienden
a hacerla endémica, pero no decisiva. Por
último, si antes la guerra garantizaba la paz en el centro del imperio,
ahora es exactamente allí donde el enemigo ataca con mayor facilidad (y
allí es donde tiene sus propios recursos financieros, en los bancos del
adversario). Ahora la guerra en otra parte ya no garantiza la paz en casa.
En la era de la globalización, la paz global se torna imposible. Queda
sólo la posibilidad de trabajar por una paz caso por caso, creando cada
vez que se puede una situación pacífica en la inmensa periferia de las
guerras que se suceden una tras otra. Se
establece una paz local cuando, ante el agotamiento de los combatientes,
una agencia negociadora se propone como mediadora en una zona determinada
del mundo, y produce la interrupción de las hostilidades. Una serie de
estas pequeñas paces podría, a largo plazo, disminuir las tensiones
producidas por la guerra permanente. Una pequeña paz establecida hoy en
Jerusalén contribuiría a reducir las tensiones en todo el epicentro de
la guerra global. La
paz universal es como el deseo de inmortalidad, algo terriblemente difícil
de lograr. Y tanto que las religiones prometen la inmortalidad, pero sólo
después de la muerte. Una pequeña paz es como el gesto que hace un médico
al curar una herida: no es una promesa de inmortalidad, pero sí al menos
una manera de retrasar la muerte. Café
Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003
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