CCCCH

Comité Canadiense para Combatir los Crímenes Contra la Humanidad

 

 

 

 

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Subject: Sobre la guerra y la paz

Date: Sat, 19 Apr 2003 16:00:14 -0300

 

Señores de Comité Canadien:

El archivo adjunto contiene el desarrollo íntegro de la segunda mesa del Café Filosófico Heráclito, que discurrió sobre el tema de la guerra y la paz.

Lo envamos en Word, sin edición alguna, para que puedan adaptarlo al formato de Vtra. página web, si lo consideran de interés para los lectores.

Reciban nuestras felicitaciones por la salutífera obra que realizan, nuestra disposición para cooperar y también un cordial saludo.

Eduardo Dermardirossian

Director

Heráclito Filosofía y Arte

dermar@sinectis.com.ar

 

Café Filosófico Heráclito

Suplemento de HERÁCLITO Filosofía y Arte

Publicación semanal sin fines de lucro, auspiciado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el Centro Cultural Borges. Se distribuye sin cargo por correo electrónico.

Director Dr. Eduardo Dermardirossian

Editor Dermarte, Isabel La Católica 151, (1268) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, Tel. (011) 4362-3262, E-mail dermar@sinectis.com.ar

 

Abril de 2003

Sobre la guerra y la paz

El 11 de marzo de 2003, antes de que se iniciara la guerra sobre Irak, HERÁCLITO distribuyó un Mensaje entre sus suscriptores. En él se decía que mientras volvemos sobre nuestras viejas inquisiciones y nos preguntamos si el afán guerrero forma parte de nuestra naturaleza, nos apresuramos a repudiar toda acción que pretenda dirimir con la violencia las diferencias habidas entre los hombres y las naciones.

También se decía que mientras unos hombres discurrimos sobre la guerra esgrimiendo la pluma, compartiendo mesas reales o virtuales de café o manifestándonos en las calles de las grandes urbes, otros hombres están prestos a iniciarla con completo desdén por la vida de sus iguales. Los unos constuyendo utopías con el auxilio de la razón y del corazón, los otros sosteniendo imperios en cuyos símbolos dinerarios se invoca impúdicamente el nombre de Dios.

Hoy, cuando la guerra viene a mostrarnos una vez más el rostro trágico de la historia humana, queremos llegar otra vez a nuestros lectores para invitarles a reflexionar sobre el tema. Lo hacemos con las opiniones que en la segunda mesa del Café Filosófico Heráclito dijeron nuestros panelistas Orlando Barbieri, Marcello Colussi y Mario Villar, con la intervención postrera de Néstor Zanardo y con sendos artículos que Julia Krysteva y Umberto Eco publicaron en medios colegas. También con las meditaciones de la moderadora del debate, Sylvia Maclagan, y con alguna intervención circunstancial del suscripto.

Eduardo Dermardirossian

Director

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre 2002

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Presentación de la moderadora Sylvia Maclagan

¿Por qué hay guerra y no, más bien, paz?

En este Café Filosófico pedimos reflexiones sobre la naturaleza del hombre. El Siglo XX registró guerras, genocidios y hambrunas en franco aumento. El comienzo del presente siglo no es nada auspicioso.

Lo común es señalar con el dedo a “los otros”: líderes poderosos, terroristas, corporaciones. ¿Mas no pertenecemos, acaso, a un solo género humano, responsable de lo que acontece? ¿Qué preguntas deberíamos plantearnos?  Develar lo oculto tiene su costado trágico. Las confrontaciones sangrientas y el peligro de aniquilación masiva nos invitan a la instrospección, pero también a urgentes acciones remediadoras que de ella resultasen.

Elegimos conceptos extraídos de la obra Leviatán, de Tomás Hobbes (1588-1679), como trampolín para iniciar este segundo debate filosófico.

El estado de guerra

Tomás Hobbes postula la perduración en el tiempo del estado llamado Guerra. La naturaleza de la guerra no es el combatir (como en una batalla), sino la disposición guerrera en sí, que se extiende en el tiempo mientras no haya garantías que aseguren lo contrario; es decir: la Paz.

Durante el estado de guerra ¾natural y latente, tanto en el individuo cuanto en la humanidad toda¾ no son posibles los viajes, el comercio, la cultura, el arte, la vivienda cómoda, la sociedad ni el conocimiento. Reina el miedo y la vida del hombre se vuelve solitaria, brutal y corta.

Hobbes descrubre tres causas principales de violencia: a) la competitividad; b) la desconfianza o la inseguridad; c) la búsqueda de la gloria.

Pregúntese cada hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche, cuando duerme. ¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave las puertas y hasta esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o amigos? ¿No delata su proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo leyes y organismos públicos para protegerlo?

Las pasiones humanas no son pecaminosas en sí, ni tampoco las acciones que de ellas resultaren, en tanto no conozcan una Ley que las prohíba. Para Hobbes no hay una ley moral objetiva y trascendente. No niega la existencia de Dios, simplemente afirma que Dios no puede ser objeto de estudio de la Filosofía. El estudio de las leyes de la naturaleza humana ¾la fisiología¾ es la verdadera Filosofía Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la vida en sociedad. ¿Pero cómo habremos de aplicar esa ciencia para que cesen las guerras?  ¾se pregunta Hobbes.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Primera ronda

Dijo Orlando Barbieri

Comienzo hablando de Hobbes. Él concebía al hombre "primitivo" como un ente sin cultura ni lazos sociales. Imperaba la ley de la selva o el "todos contra todos". Por eso, según él, el contrato social tácito entre los hombres, con el Estado como garante, es la razón por la cual actualmente no vivimos matándonos. Como sabrán, Rousseau no lo vio así, ya que consideró que ese hombre "primitivo" quizá fuera más bondadoso que en su situación actual.

Sin embargo, tanto Rousseau como Hobbes se equivocan en suponer que hubiera habido un momento en el cual el hombre no tuviera cultura. Es una especie de abstracción propia de la edad moderna (desde el cogito cartesiano, ese ideal de conocer sin preconceptos, prejuicios o supuestos, hasta el sujeto trascendental kantiano).

Yo pienso, como sucede a partir de Hegel, que desde que hay hombre hay cultura. Quizá haya algo más, tácito, en los planteos de Hobbes y Rousseau, que hasta sugiere la raíz de sus diferencias. Ellos entienden el contrato social y el Estado como el conjunto de lo que protege la propiedad privada. El hombre "primitivo" podía ser poseedor de lo que, con sus propias fuerzas, lograse custodiar.

A partir de las leyes de propiedad sucede algo muy curioso (aunque ya estemos acostumbrados): si alguien se adueña por la fuerza de una propiedad ajena es considerado ladrón, pero si alguien se queda con la propiedad ajena por ser más habilidoso en los negocios, no.

Sin embargo, creo que algo hay de acertado en el diagnóstico de Hobbes, porque me parece un hecho observable que el hombre tiende a la agresividad, a la violencia, a la guerra. Esto no se observa en los tratos individuales (salvo excepciones); se observa en la tendencia social a saturar todas las posibilidades de bien y de mal. Cualquier fuerza liberada, cualquier descubrimiento científico, es explotado para que produzca todo el bien, tanto como todo el mal posible.

Ya lo dice Sófocles (Antígona, 1er estásimo). Los griegos eran trágicos y sabían que los logros humanos se inclinan hacia el bien y hacia el mal. Leído bajo la perspectiva del libre albedrío, parece que todo está en el hombre y en cómo libremente decida aplicar los conocimientos adquiridos. Pero esto es sólo cierto en el hombre "atomizado". La sociedad en sí va a producir hombres que deseen el bien, que deseen la paz, así como hombres que deseen el mal, deseen la guerra.

No interesa quiénes son mayoría (yo creo que los primeros), porque no hacen falta muchos para poducir mucho daño. Por eso, aunque disiento con las categorías y presupuestos de Hobbes y Rousseau, ajustándome a ellos diría que "por naturaleza" (en realidad quiero decir, el hombre en su fuero íntimo) el hombre puede ser deliberadamente pacífico o belicoso y, en sociedad es pacífico y belicoso.

Esto no debe ser una excusa para liberarse del compromiso de ser un luchador por la paz y el bien en general.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Primera ronda

Dijo Marcello Colussi

Las preguntas de Hobbes son tan viejas como la humanidad, pero siempre vigentes. El fenómeno de la guerra perdura en el tiempo, y según van las cosas nada indica que vaya a desaparecer pronto.

En la actualidad, si bien concluyó la Guerra Fría, –escenario monstruoso que nos acercó a una posible eliminación de la especie humana en su conjunto– continúan en curso no menos de veinte procesos bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de personas a nivel mundial. Próximamente quizá también se sumen otros frentes, con Estados Unidos en su centro.

¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta perpetua "disposición guerrera" que encontramos podría hacer pensar que la recurrencia de los conflictos armados es connatural a nuestra especie, genética. De hecho, el ser humano es el único espécimen que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un comportamiento similar. Sin embargo, como toda manifestación humana, también la violencia, y la guerra en tanto su expresión más descarnada, están moldeadas por lo social, por el proceso simbólico. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en juego. Diríamos incluso que esa disposición puede dar como uno de sus resultados el enfrentamiento armado, pero la vida es una sucesión de conflictos, de "guerras" no declaradas.

La forma en que nos vinculamos con el otro "delata la opinión que tenemos de la humanidad ". La presuposición ahí presente nos confronta entonces con la violencia; o, como intuye Hobbes, con "la competitividad, la desconfianza, la inseguridad, [la búsqueda de] la gloria". En otros términos: con la lucha por el poder.

La violencia, la guerra, en tanto vinculadas con el poder son, finalmente, construcciones sociales. A partir de esto se ha dicho entonces que si la guerra es una "creación" humana, si su génesis anida en las mentes, perfectamente se podría evitar.

Para pensar su posible evitabilidad, un grupo de intelectuales y científicos sociales, bajo el patrocinio de la UNESCO, se reunió en España en 1989, obteniendo como resultado del esfuerzo emprendido el Manifiesto de Sevilla. Se dice ahí que "la guerra es posible pero no tiene carácter ineluctable como lo demuestran las variaciones de lugar y de naturaleza que ha sufrido en el tiempo y en el espacio". Inmediatamente se reconoce que "la misma especie que ha inventado la guerra también es capaz de inventar la paz. La responsabilidad incumbe a cada uno de nosotros". De ahí rápidamente se pasa al llamado a una "Educación para la Paz".

Si lo arriba expresado es cierto, ¿por qué el fenómeno de la guerra no decae sino, por el contrario, aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global? (780.000 millones de dólares anuales) –armas que, indefectiblemente, son usadas. ¿Hay "remedio" para esto? Siguiendo a Hobbes: "La Filosofía Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la vida en sociedad, ¿cómo habremos de aplicarla para que cesen las guerras?"

Es curioso: nunca antes en la historia se habían destinado tantos esfuerzos a educar para la paz, para la no-violencia. Y nunca antes se habían visto tantas guerras, tan violentas, crueles y brutales. La actual tecnología militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas como inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica en juego: golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas, concepto de guerra sucia, grupos élites preparados como "máquinas de matar", y como un ingrediente descomunalmente importante: guerra psicológica.

Para conseguir la paz no alcanza solamente "educar" en ella. Todo indica que no se pueden cambiar relaciones de poder apelando sólo a una transformación moral, aplicando la ciencia de lo bueno y lo malo. ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia si no se distribuye más equitativamente el poder?

Obviamente están planteados ahí enormes desafíos: está claro que no hay un destino genético en juego que nos lleva a la guerra como nuestro sino inexorable. Pero quizá la educación no termina de modificar la realidad. Una transformación real implica también cambios en las relaciones de poder (en todas: económicas, de género, étnicas). Y esto último nos lleva –círculo vicioso– a un cambio que se resiste a ser operativizado si no es desde una acción violenta, como han sido hasta ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la historia. ¿Más guerra entonces?

Esta disposición guerrera es, al menos en la condición humana conocida hasta ahora, una consecuencia necesaria de la forma en que nos construimos, en que nos hacemos sujetos, nos humanizamos. Es probable que otra construcción en torno a los poderes –más horizontal, más equilibrada– dé como resultado un sujeto y una sociedad no tan violentos, más dispuestos a compartir, que no vean un peligro en el otro distinto.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

Primera ronda

Dijo Mario Villar

Ius ad bellum o Ius in bello. El tema me resulta problemático a partir de que debe ser analizado desde dos ámbitos diferentes. El primero, abarca la sensación de “guerra” interna, referida a la sociedad civil en la que interactuamos; el segundo, guarda relación con el estado de guerra real en que se enfrentan naciones concretas, aun cuando se tratare en realidad del enfrentamiento de perspectivas ideológicas acerca del “mundo” o de la debida o adecuada configuración del mundo.

La sensación de guerra interna es debida a la pérdida de confianza en el mantenimiento del orden o paz social que debe garantizar el Estado. Esta función del estado es propia del mismo aún en concepciones que proponen un estado ultra-mínimo (Robert Nozik).

El Estado que pierde su capacidad para sustentar la base cognitiva de su ordenamiento de conductas (leyes), termina perdiendo la base de confianza en las normas y acude en su reemplazo por conductas que tienden a restablecer la sensación de seguridad, aún cuando sea a costa de un elevado grado de libertad personal. Las rejas, los alambrados, los muros, los vidrios polarizados, blindados, los countries, etc., no sólo nos aseguran contra ataques externos sino que nos aíslan de la interacción social. Generan la violencia de la mirada, aquella que es la sospecha del otro como enemigo, pensamiento propio del estado de guerra, pero sin la contrapartida de que en este último, como hay un enemigo, hay, también, un amigo reconocible, tangible.

Aquí el enemigo es difuso y por ello completo. El tiempo mental dedicado a la autopreservación nos aliena con relación al que se dedica a la proyección de autonomía, al desarrollo de los planes de vida característica propia de la personalidad.

Levi-Strauss indica ciertas diferencias entre el pensamiento “salvaje” y el no salvaje (¿civilizado?), tales como la necesidad de una taxonomía del mundo de la naturaleza para poder manejarse dentro de un orden asequible (el caos no permite operar con sentido). La sensación de violencia nos lleva a esa forma de pensamiento; clasificamos a los demás a partir de nuestros prejuicios (Labeling Approach) porque es la única forma de ordenación que puede espontáneamente guiarnos en la sociedad de inseguridad. Eso no está bien ni mal, es; es una reacción, instintiva y cultural, de supervivencia, abonada por los medios masivos de comunicación y por la política propia del estado de guerra con su ideología amigo/enemigo.  

Pero en este estado de inseguridad, propio del conflicto, perdemos todos, pues los lazos sociales de solidaridad, que son tan difíciles de generar, se resienten hasta desaparecer.

Distinta  a la solidaridad es la contención. La ayuda social pasa a tener este último carácter; se contiene con dádivas a los peligrosos para que no pasen del estado de latencia al de actividad, con el efecto de profundización de las diferencias. Esto responde a la lógica de la guerra; los mercenarios debían ser contratados para evitar que el otro bando lo hiciera.

Pero el problema no es la guerra exterior o interior, pues si es pasajera genera un cambio, permite una nueva configuración social. La guerra de por sí se confronta como opuesta a la paz, por lo tanto no puede, por definición, ser permanente. El problema es la permanencia de la espera en inseguridad, la falta de un horizonte para la paz. El horizonte único de guerra hace que las conductas en la interacción social conlleven un pronóstico de acentuación del mismo problema.

La sociedad está generando en forma “metódica” un ejército de conflicto en su propio seno. El sistema social ¾todo sistema social¾ tiende a autoconfirmarse y a autoreproducirse (autopoiésis), pero cuando el sistema no puede dar solución convierte a aquello que no es comunicativo, en entorno, algo externo e irrelevante para el sistema social. Esta tendencia hace que siga empujando en el mismo sentido de excluir y el excluido está en otro territorio, pero quiere retornar al de puertas adentro. La consecuencia es la guerra que, por definición, nunca termina.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Segunda ronda

Nuevamente Orlando Barbieri

He  leído los comentarios de Marcelo Colussi y Mario Villar, suscitados por el texto de Hobbes. Comparto la mayoría de las ideas, por lo menos no me han suscitado ningún conflicto interno. Con el primero sólo añadiría sutilezas a  su enfoque de lo que fue durante y después de la guerra frìa y a sus datos sobre la inversión en armamentos. Además soy trágico (ni pesimista ni optimista) con respecto a evitar la guerra e inventar la paz.

No sé si entendí todo lo que escribió Mario Villar, pero me sugirió un nivel de reflexiones que yo creo paralelo al suyo. Su diagnóstico de la sociedad en la cual se daría continuamente un estado de guerra no manifiesta me hace pensar en cómo actúan otros sentimientos humanos en el conjunto. Parece claro que la mayoría desea la paz. Me recuerda a ciertos argumentos de Hume acerca de que no es la racionalidad humana sino sus sentimientos los que lo llevan a evitar el mal. Una catástrofe (suponamos natural, como una inundación o un sismo) que produce la muerte de millares de personas, friamente analizado, podría llevarnos a la conclusión de que mejora al planeta y a la humanidad, ya que disminuye la superpoblación y a veces hasta modifica para bien la tierra. Esto a menudo es literalmente sentido, como, que yo recuerde, el caso de las erupciones del volcán Hudson en nuestra Patagonia. Murieron ovejas (bicho no autóctono, predador de suelos, introducido por los intereses económicos de ciertos terratenientes) y algunos humanos se vieron seriamente afectados. Pasado el momento agudo, esas tierras desertificadas se volvieron tierras fértiles, gracias a la ceniza volcánica y a la disminución de ovejas.

En otros casos, la mayoría, no acompañamos tan lejos a nuestra razón. Por sentimientos, detestamos las catástrofes, especialmente las provocadas por el hombre y particularmente las guerras. Los desastres ecológicos producidos por el hombre son considerados "no naturales". Resurge una vieja pregunta ¿Lo producido por el hombre, que es a su vez un producto de la naturaleza, es o no natural? En este contexto, hay que preguntarse luego también si la guerra es o no natural. No para caer en el engaño iluminista de Hobbes. La sospecha de fondo es más radical. La naturaleza quizá se está defendiendo contra su más terrible predador: el hombre.

Hubo épocas en las cuales el hombre era más optimista con respecto a la naturaleza porque era más optimista con respecto a sí mismo. El universo era concebido como un cosmos (orden) eterno porque las teorías físicas reproducían la antropovisión optimista entonces vigente. Hoy las teorías nos muestran la entropía y nos hacen sospechar que, en el mejor de los casos, el hombre es el más eficaz aparato autodestructivo que la naturalez ha pergeñado para llegar a la entropía total.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

Segunda ronda

Nuevamente Marcello Colussi

Muy atinada la observación de Orlando Barbieri en relación a que "si alguien se adueña por la fuerza de una propiedad ajena es considerado ladrón, pero si alguien se queda con la propiedad ajena por ser más habilidoso en los negocios, no". Es decir: existe una tendencia humana que no nos conduce a la solidaridad precisamente. Lo cual abrió la pregunta a toda la filosofía moderna –sobre un mundo concebido en torno al ser humano y no tanto en relación a dios como su centro– por  la condición humana misma, sobre sus potencialidades y sus límites. ¿Qué tan buenos, o despiadados, podemos ser? Mundo en el que aparecen las leyes (el contrato social) como garantía que torna posible la vida humana.

Como dice Barbieri leyendo a Hobbes: "es un hecho observable que el hombre tiende a la agresividad". O al menos: no hay dudas que la agresividad hace parte sustancial del fenómeno humano. Luego, también se puede ser "bueno", a veces. La vida cotidiana, la rutina de la vida social se edifica sobre este último supuesto; pero cada tanto –o continuamente– ahí están las explosiones violentas (guerras, enfrentamientos de los más diversos, insultos, chantajes, etc.) recordándonos el talante originario, la "disposición guerrera".

"Las rejas, los alambrados, los muros, los vidrios polarizados, blindados, (...) generan la violencia de la mirada, aquella que es la sospecha del otro como enemigo, pensamiento propio del estado de guerra", nos dice acertadamente Mario Villar. Agregaría: que es "propio del estado de guerra", pero no privativo de él. La violencia está estructuralmente presente; la guerra abierta y declarada es una posibilidad, una manifestación entre tantas de esta situación originaria. El otro aparece, en principio, como enemigo.

Clasificamos a los demás a partir de nuestros prejuicios", agrega el mismo autor. "Eso no está bien ni mal, es; es una reacción, instintiva y cultural, de supervivencia, abonada por los medios masivos de comunicación y por la política propia del estado de guerra con su ideología amigo/enemigo".

El ser humano individual sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo, de otro semejante; su esencia misma consiste justamente en la modalidad de su existencia fundada en el otro, en su original apertura, en su "ser-para-otro". Sin embargo esta relación fundacional del fenómeno humano no es en absoluto una vinculación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es –según lo que nos permite ver la experiencia constatable, la lectura de la historia– una "lucha a vida o muerte" entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el "amo" y el otro es el "esclavo", para decirlo en términos hegelianos. Desigualdades que remiten a distintas diferencias: de género, de etnias, de clases, generacionales.

La pregunta –de orden filosófico, pero igualmente de orden práctico, cotidiano, político– nos remite a ¿cómo manejar esas diferencias? ¿Es nuestro destino ineluctable la autodestrucción?

Quizá. Ciertos datos nos podrían indicar que nuestra tendencia agresiva nos lleva inexorablemente hacia la muerte (y ahí están las guerras recordándonoslo). Esa fue la conclusión a que llegara Freud cuando al formular su mitología conceptual de un más allá del principio del placer, de una compulsión a la repetición que lleva a toda materia viva a la búsqueda de su primitivo estado inorgánico.

Pero fuera de este nivel de especulación, el compromiso ético del día a día nos convoca a defender la vida, y fundamentalmente su calidad, su dignidad. Defensa, entonces, que nos obliga a achicarle espacio a la violencia; lo cual, en otros términos, nos emplaza a trabajar por la justicia.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Segunda ronda

Nuevamente Mario Villar

De la guerra (o acerca de la civilización perdida). Considero que las opiniones expresadas en el debate tienen una nota común en la idea de que el poder es el motor de las situaciones de guerra exterior, a las que se refirieron los restantes partícipes del mismo. Mi opción por la guerra interior me pareció mucho más influenciada por nuestra realidad cercana y quizás dejé en la “sombra del farol” lo que estaba más lejos.

Luego de esta separación de enfoques, que hace casi inconmensurables nuestros puntos de vista acerca del texto disparador del debate,  quisiera reflexionar sobre el estado de guerra exterior.

La guerra ya no depende de las necesidades o pretensiones de expansión, ni de la búsqueda de recursos valiosos. Hasta hace poco trataba de cómo se regulaba el funcionamiento del mundo, las superpotencias debían manejar sus patios traseros de forma ordenada a sus intereses. Ahora, la guerra parece haberse polarizado, un único enemigo está a la vista: “el terrorismo”. Los medios para combatirlo están más allá de la Ley del Talión más burdamente interpretada, pues el enemigo no es parte del mundo civilizado, no es persona, pertenece al mundo del mal moral y debe ser combatido con exceso.

La guerra moral sólo conoce como forma de lucha al exceso.

Estados Unidos de América,  por el ataque a las “Torres Gemelas”, ha emprendido una guerra, no contra el autor o autores del atentado, sino contra un enemigo construido a imagen y semejanza de los prejuicios que tiene acerca de la cultura islámica. Este enemigo sin rostro refleja los más atávicos sentimientos de venganza ilimitada. El problema es que la violencia tiende a autorreproducirse y no hay nada que corte esa mecánica. En la antigüedad el castigo sustitutivo (por medios simbólicos) rompía con esa reproducción de violencia. El esquema de la venganza sólo se interrumpe cuando quien detenta el poder se siente satisfecho, es decir, la irracionalidad de la venganza sólo termina cuando se da la irracionalidad de satisfacción del vengador. El mundo actual no puede depender del cortafuegos de la irracionalidad, que se disfraza bajo el nombre de “racionalidad del poder”; de ser así, los derechos humanos serían derechos de algunos humanos. Tal como decía burlonamente Anatole France: “La ley en su mayestática igualdad prohibe tanto a los ricos como a los pobres el mendigar en las calles, dormir bajo los puentes y robar pan”.

La pregunta central es si estamos dispuestos a condonar la violencia descarnada sólo porque es respuesta a otra violencia. ¿Importa la raza o religión de quien sufra injustamente?

Sería paradójico que una de las naciones que propició los juicios de Nüremberg sea el creador de un nuevo holocausto.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Reflexiones finales de la moderadora Sylvia Maclagan

Cuando se me propuso lanzar la segunda mesa del Café Filosófico Heráclito y elegir el tema del debate, morían 200 jóvenes turistas en la isla de Bali; a los pocos días se inició el terrible asedio a un teatro en Moscú, donde 700 personas asistían a una función cultural. En Argentina se ha desatado el horror del hambre de los niños, víctimas inocentes en una guerra despiadada entre poderes nefastos. Mientras tanto, el Estado norteamericano se prepara para una guerra contra Irak, cuando queda claro que el bombardeo de Afganistán ni detuvo el terrorismo ni eliminó a su cabecilla.

Estamos involucrados en una guerra en expansión, no demarcada, que incluye la devastación de nuestro patrimonio natural. Paradójicamente, somos el eslabón más inteligente pero menos necesario en la cadena biológica.  Nada indica que la Naturaleza no pueda prescindir del hombre.

Creo que Barbieri, Colussi y Villar están de acuerdo en que estos acontecimientos responden a algún tipo de poder. En el mejor de los casos, señala Colussi, “Es probable que otra construcción en torno a los poderes ¾más horizontal, más equilibrada¾  dé como resultado un sujeto y una sociedad no tan violentos, más dispuestos a compartir, que no vean un peligro en el otro distinto.”

Pero existen poderes no siempre sospechados.  Observa Barbieri: “Una catástrofe (supongamos natural, como una inundación o un sismo) que produce la muerte de millares de personas, friamente analizado, podría llevarnos a la conclusión de que mejora al planeta y a la humanidad, ya que disminuye la superpoblación y a veces hasta modifica para bien la tierra.”  

Por intereses creados, se suele afirmar que el poder destructor del hombre es mínimo comparado con los cataclismos naturales: terremotos, maremotos, errupciones volcánicas, pestes, etc. Esta tesis es insostenible, salvo en el caso de que nuestro planeta recibiera el impacto de un gran asteroide. El hombre puede desatar guerras biológicas incomparablemente peores que las pestes de antaño. Continúa Barbieri: “Hoy las teorías nos muestran la entropía y nos hacen sospechar que, en el mejor de los casos, el hombre es el más eficaz aparato autodestructivo que la naturaleza ha pergeñado para llegar a la entropía total.”

Villar distingue otro aspecto: “Aquí el enemigo es difuso y por ello completo. El tiempo mental dedicado a la autopreservación nos aliena con relación al que se dedica a la proyección de autonomía, al desarrollo de planes de vida, característica propia de la personalidad.”

Las dificultades para definir el tipo de poder que atenta contra la paz me remiten a la tapa del libro de Hobbes. “Super Terram quae Comparetur... ¿qué cosa? Para Hobbes, quien anhelaba la paz civil ante todo, la solución era la monarquía absoluta, elegida en un principio por asambleas populares pero que, forzosamente, se perpetraría en el tiempo por herencia. La gente rechazó su propuesta, inclinándose hacia las nacientes ideas republicanas.

Sin embargo, observamos dentro de la figura del mítico “leviatán” que comparece sobre la tierra, una multitud infinita de seres humanos que la conforman.  Hecho el pacto ¾o la elección en nuestro sistema sociopolítico¾  la multitud se une en un solo cuerpo. Hobbes quizo decir que somos todos leviatán y leviatán es todos nosotros. Y si bien los individuos deberían obedecer al poder a que ellos mismos se entregaren, Hobbes postula la igualdad entre los hombres, además de su libertad: si el soberano ya no puede protegerlos, quedarán libres de su obligación para con éste. No hay pacto o elección que quite al hombre su derecho natural de autopreservación.

Hobbes se vio obligado a recurrir a la figura de un monstruo marino mítico para ilustrar sus teorías políticas “científicas”. Leviatán es arquetipo de lo bajo, un monstruo vinculado con el sacrificio cosmogónico. Pero también representa a las fuerzas que preservan y vivifican el mundo. En esta combinación de luces y sombras que conforman nuestro ser, se entiende que debemos perseverar en la lucha por la paz, como han destacado con claridad Barbieri, Colussi y Villar:

La pregunta central es si estamos dispuestos a condonar la violencia descarnada sólo porque es respuesta a otra violencia. ¿Importa la raza o religión de quien sufra injustamente?”, pregunta Villar, mientras que Barbieri afirma: “Esto no debe ser una excusa para liberarse del compromiso de ser un luchador por la paz y el bien en general.”

Colussi, aún más enfático, aclara: “....el compromiso ético del día a día nos convoca a defender la vida, y fundamentalmente su calidad, su dignidad. Defensa, entonces, que nos obliga a achicarle espacio a la violencia; lo cual, en otros términos, nos emplaza a trabajar por la justicia.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa, diciembre de 2002

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Dijo Néstor Zanardo, reflexionando en torno a las opiniones de Barbieri, Colussi, Villar y Maclagan.

Sylvia Maclagan nos dice: “Tomás Hobbes descubre tres causas principales de violencia: a) la competitividad; b) la desconfianza o la inseguridad; c) la búsqueda de la gloria.
"Pregúntese cada hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche, cuando duerme. ¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave las puertas y hasta esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o amigos? ¿No delata su proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo leyes y organismos públicos para protegerlo?”

Reflexiono: En el mundo material, en el cual vivimos, las palabras de Hobbes resuenan como si fueran eternas……en el mundo espiritual todo eso tiende a desaparecer porque no se compite, no hay inseguridad, y se carece del deseo de alcanzar la gloria o de ser  un vencedor. Pareciera que la inseguridad histórica del ser humano, su necesidad de defenderse de la naturaleza y en particular de los otros seres humanos, ha sido una constante vital. De todas las formas de vida, la humana es la que más daño ha hecho a la naturaleza y al hombre mismo, que es parte de ella. El miedo a lo desconocido del mundo exterior se ha propagado a su interior y asentado en él. En los últimos 500 años, se ha dedicado a desentrañar el misterio de esos mundos materiales, relegando el mundo de lo inmaterial, que habita fuera y dentro de él.

Agrega Maclagan que según Hobbes, "las pasiones humanas no son pecaminosas en sí, ni tampoco las acciones que de ellas resultaren, en tanto no conozcan una Ley que las prohíba.” Para Hobbes no hay una ley moral objetiva y trascendente. No niega la existencia de Dios, simplemente afirma que Dios no puede ser objeto de estudio de la Filosofía. El estudio de las leyes de la naturaleza humana - la fisiología - es la verdadera Filosofía Moral, la ciencia de lo bueno y lo malo para la vida en sociedad. ¿Pero cómo habremos de aplicar esa ciencia para que cesen las guerras? - se pregunta Hobbes”.

Las cosas no han cambiado de Hobbes para acá... dificil tema el de las pasiones... dependen de las circunstancias... con ley o sin ella  debieran cumplir con aquello de ser "en su medida y armoniosamente" o, como diría Leibnitz, poderse poner como arquetipo universal.

Orlando Barbieri observa: “Sin embargo creo que hay algo acertado en el diagnóstico de Hobbes, porque me parece un hecho observable que el hombre tiende a la agresividad, a la violencia, a la Guerra (...) Los griegos eran trágicos y sabían que los logros humanos se inclinan hacia el bien y hacia el mal."

Mientras vivamos exclusivamente en el mundo material, habrá contrarios y habrá tragedia. Unamuno estaba de acuerdo con eso de la tragedia. La guerra es un crimen a escala regional o planetaria, es la culminación de la violencia individual y colectiva, es la canalización de lo peor del ser humano, para dominar, para esclavizar, para triunfar….donde se borronean creencias, políticas, ideologias, morales, palabras, para ponerlas al servicio de la destrucción y del odio a los otros…..en búsqueda de un "triunfo" y  una "gloria" que luego se inmortaliza en estatuas y museos.

Dijo Mario Villar que "la sensación de violencia nos lleva a esa forma de pensamiento, clasificamos a los demás a partir de nuestros prejuicios (labeling approach) porque es la única forma de ordenación que puede espontáneamente guiarnos en la sociedad de la inseguridad. Eso no está bien ni mal; es una reacción, instintiva y cultural, de supervivencia, abonada por los medios masivos de comunicación y por la política propia del estado de Guerra con su ideología amigo/enemigo."

Es cierto que cuando nos ponen un uniforme y nos envían a la guerra debemos "defendernos" de otros que están en la misma situación…..La sociedad, los estados y nosotros mismos, como individuos, hemos ido incrementando la atmosfera de miedo y agresividad que hoy recorre el planeta.
Clasificar es siempre juzgar con el pasado el presente o mejor, con los restos del pasado que se hacen presente. Para la ciencia esto es altamente útil, pero para la vida pareciera carecer de sentido.Nombrar, poner etiquetas, es nuestra forma racional de proceder y vivir pero tiene sus desventajas. Nos retrotrae a lo conocido y el presente es siempre un desconocido que, por comodidad, disolvemos en forma de ideas pasadas y estereotipos que nos hacen sentir cómodos. El árbol cambió de las 5:00 PM a las 5:05 PM, y eso lo sabían los pintores que querían "atrapar" la realidad y pintaban, en un momento, un cuadro. Para las personas que no han "despertado" o, dicho de otro modo, que viven una vida inexaminada, el árbol está petrificado con el nombre roble….es un roble y ahí empieza y termina lo conocido y desconocido del árbol.Barbieri dijo que "hubo épocas en las cuales el hombre era más optimista con respecto a la naturaleza porque era más optimista con respecto a si mismo. El universo era concebido como un cosmos (orden) eterno porque las teorías físicas reproducían la antropovisión optimista entonces vigente. Hoy las teorías nos muestran la entropía y nos hacen sospechar que, en el mejor de los casos, el hombre es el más eficaz aparato autodestructivo que la naturaleza ha pergeñado para llegar a la entropía total."Hemos pasado, psicológica y físicamente, del cosmos al caos y volveremos a ellos, si llegamos a sobrevivir como humanidad; nos iremos golpeando contra los extremos tratando de vivir en el justo medio..., es el sino del mundo material. La vida es un proceso antientrópico-entrópico: vamos viviendo-muriendo o sea que al tiempo que crecemos desde dos insignificantes células en el seno materno van naciendo células y muriendo células hasta que un día la vida deja de regenerarse. Para Colussi "el ser humano individual sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo , su esencia misma consiste justamente en la modalidad de su existencia fundada en el otro, en su ser-para-otro (...) Esta relación fundacional no es en absoluto una vinculación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Según la lectura de la Historia es una "lucha a vida o muerte" entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el "amo" y el otro el "esclavo", para decirlo en términos hegelianos. Desigualdades que remiten a distintas diferencias : de género, de etnias, de clases, generacionales…"Se crece o decrece en la interrelación con los otros, con el mundo exterior, con nuestro mundo interior. Tema de toda la vida de Krishnamurti y su lucha por evitar las desigualdades de cualquier tipo, así como las identificaciones……Si me identifico con un equipo de futbol, por ejemplo, y pierde o lo perjudican, siento como si me atacaran a mi, y debo defenderlo y entonces agrego más violencia a la humanidad. Tambien es cierto que la esclavitud no ha cesado ni un momento, solo ha tomado diferentes formas asimilables a las épocas.Más adelante Colussi agrega: "Esa fue la conclusión a la que llegó Freud cuando, al formular su mitología conceptual de un más allá del principio del placer, de una compulsión a la repetición que lleva a toda materia viva a la búsqueda de su primitivo estado inorgánico."La vida-muerte es un fluir que nos atraviesa, como el río de Heráclito, pero con dos sentidos de la corriente: uno, cumbre-valle y otro, valle-cumbre.Sigue Colussi: "Pero fuera de este nivel de especulación, el compromiso ético del día nos convoca a defender la vida , y fundamentalmente su calidad, su dignidad. Defensa, entonces, que nos obliga a achicarle espacio a la violencia; lo cual, en otros térmimos , nos emplaza a trabajar por la justicia." En la búsqueda de salir de la violencia, aparece solitaria, como el lucero matutino, la esperanza…de una justicia que pareciera pertenecer a otro mundo... no a este.Quizás lo que decía Hobbes sobre Dios nos pasa con todo y todos... no pueden estudiarse desde la filosofía…o mejor, no se puede llegar al fondo de todo desde la filosofía, aunque quizás sea la forma de aproximarse cada vez más sin llegar... o sea que la vida es un camino a recorrer sin mapa.Volviendo a Mario Villar: "Ahora, la Guerra parece haberse polarizado , un único enemigo está a la vista : "el terrorismo". Los medios para combatirlo están más allá de la ley del Talión más burdamente interpretada, pues el enemigo no es parte del mundo civilizado, no es persona, pertenece al mundo del mal moral y debe ser combatido con exceso (...) La Guerra moral sólo conoce como forma de lucha el exceso."Los raros transformadores espirituales, como Sócrates, Cristo, Gandhi, Martin Luther King, etcétera, eran hombres-humanidad, avatares que hemos asesinado y luego sacralizado. Hoy se los recuerda en forma condicionada, como en lugares cerrados... no se los puede mencionar en público, eso está bien para los Santa Claus…… y poner los diez mandamientos, en un recinto de la justicia, ha sido considerado, en USA, discutible, violentador de la privacidad pública, y no acorde con las leyes de los hombres. Pareciera que robar y matar pertenecen a un ordenamiento universal, aún no escrito, pero vigente, a lo largo de la historia. (*) Y más adelante dijo Mario Villar: "La irracionalidad de la venganza solo termina cuando se da la irracionalidad de satisfacción del vengador. El mundo actual no puede depender del cortafuegos de la irracionalidad, que se disfraza bajo el nombre de la racionalidad del poder; de ser así, los derechos humanos serían derechos de algunos humanos. Tal como decía burlonamente Anatole France: La ley, en su mayestática igualdad, prohibe tanto a los ricos como a los pobres el mendigar por las calles, dormir bajo los puentes y robar pan (...) La pregunta central es si estamos dispuestos a condonar la violencia descarnada solo porque es respuesta a otra violencia. Importa la raza o la religion de quien sufre injustamente?"Como Albert Camus, estoy con las víctimas, sin ningún tipo de división o pertenencia a un grupo. No siento como contrarios a nosotros-ellos. Claro que no es una posición "práctica", desde el punto de vista del mundo material, porque es ponerse del lado de los "perdedores…"Finalmente cito los dichos de Sylvia Maclagan: "Paradójicamente, somos el eslabón más inteligente pero menos necesario de la cadena biológica. Nada indica que la Naturaleza no pueda prescindir del hombre.Hobbes postula la igualdad entre los hombres, además de su libertad: si el soberano ya no puede protegerlos, quedarán libres de su obligación para con éste. No hay pacto ni elección que quite al hombre su derecho natural de autopreservación."Todo indica, desde siempre, y así lo mencionan los libros sagrados y la mitología prometeica, que tratar de llegar al final del camino no trae buenos resultados. Adan, Eva, Prometeo son ejemplos de la caída del ser humano cuando quiere ser Dios, a los cuales acaba de agregarse una inocente Eva, la de la clonación, que puede ser un hito más en este andar hacia el final, que está a punto de emprender la humanidad. (*) "Dantón robó, Mirabeau se vendió. Napoleón robó millones en Italia sin que sacara provecho apenas... Solamente Lafayette no robó nunca. ¿Se debe robar? ¿Debe uno venderse?."    Henri Beyle Stendhal, Le rouge et le noire.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa bis, enero de 2003

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  Para una culminación psicoanalítica y semiológica de la segunda mesa del Café

 

Los artículos que siguen, de Julia Kristeva y Umberto Eco, fueron publicados en Le Monde de París y Clarín de Buenos Aires, el primero, y en The New York Times y La Nación el segundo. Nuestras fuentes fueron los matutinos argentinos (...)

Ciertamente, la psicoanalista Kristeva y el semiólogo Eco abordan el asunto desde sus respectivos miradores, menos filosóficos, si se quiere; que el de nuestros panelistas, pero no dudamos que ambos aportes son significativos (...)

Esta particular visión del asunto es oportuna, porque no hace mucho tiempo que la formidable máquina bélica de los Estados Unidos de Norteamérica emprendió una guerra en el Asia Central, y también porque en estos días se apresta a repetir esa experiencia en el Golfo Pérsico*. También es oportuna porque las razones que se invocan para arrasar con pueblos y territorios ocultan el propósito de controlar los recursos energéticos no renovables del planeta.

Eduardo Dermardirossian

Director

* De hecho, la guerra en Irak está en curso.

© Café Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003

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La paz está en crisis (...) porque en el comienzo de este tercer milenio el discurso sobre la vida está ausente

En el siglo XXI, la paz ha muerto

Por Julia Kristeva

Ellos curan a la ligera el quebranto de la hija de mi pueblo diciendo: "paz, paz, ¡y no hay paz!" (Jeremías, 8, 11). Así hablaba Jeremías, "el profeta de la desdicha", que comenzó a profetizar hacia 627-626 A.C.. Jeremías, el perdonavidas de las mentiras, de los falsos profetas y los idólatras.

Aún hoy me preguntan si se puede alcanzar la paz que no existe. Pienso en el famoso "proceso de paz" de Oriente Medio, del que no quedan más que desastrosos oropeles en una cohorte de "impedimentos", "sabotajes", "atascamientos", "interrupciones" y otras "muertes". Pienso en el estado de guerra latente, denominado situación de "inseguridad", en el cual el terrorismo hundió al mundo desde el 11 de setiembre de 2001.

Por supuesto, no ignoro que "la paz se logra" en París e incluso en Nueva York. Lo que digo solamente es que, aun para los más afortunados, la paz se revela hoy más que amenazada: una visión de la mente, quizás una alucinación incluso, como una película translúcida, un perfume volátil, el ala de una abeja, el sueño de un sabio que se imagina mariposa o de una mariposa viéndose como sabio. Me pregunto si en algún otro momento la paz estuvo rodeada de tantos "principios de precaución", cuando no de incredulidad. Y me interrogo.

¿Y si acaso la paz sólo existiera como objeto de creencia, de fe y de amor? En otras palabras, ¿si la paz sólo existiera como un discurso imaginario? Lo cual significaría que posee cierta realidad y hasta una realidad cierta.

Basta leer una novela, mirar una película, escuchar un disco o participar en un rito religioso para que esa realidad imaginaria se apodere de nosotros, aunque más no sea como proyecto o promesa: "La paz esté con ustedes y con tu espíritu", "Amén", "Nos separamos en paz respetando la ley del silencio".

El apaciguamiento es un proceso imaginario; lleva a las pasiones destructivas a expresarse en palabras, sonidos y colores; las escenificaciones simbólicas reemplazan entonces los combates y las guerras cotidianas, para constituir una neorrealidad que es un ideal, muchas veces un idilio incluso, siempre una sublimación de la violencia, que recibimos como una belleza, un fragmento de serenidad o de paz.

El proceso analítico es también, a su modo, una manera de lograr la paz; pero altera esa lógica de elaboración-sublimación de la agresividad que abrieron las religiones antes que nosotros, precisamente por medio del pavor, jugando con el terror y prometiendo a la vez la purificación.

En el principio existe el odio, dice en sustancia Sigmund Freud (1856-1939), como contrapunto a la declaración, cuánto más tranquilizadora, según la cual "En el principio existía la Palabra". No obstante, aunque parezca más pesimista, la afirmación de Freud no lo es totalmente, pues al mismo tiempo que reconoce su lugar a la "pulsión de muerte", que exalta a los kamikazes de todos los tiempos, el fundador del psicoanálisis propone no obstante un apaciguamiento imaginario posible, definido como un análisis, "interminable" por cierto, pero que da una posibilidad de disolver obstinada, continuamente, la influencia de la muerte: así, el analizando puede alcanzar la paz en sí mismo y con los otros, indefinidamente.

¿Cómo se llega a ese milagro? La invención del inconsciente fue el primer paso hacia la creación de esta quimera que es, como se ha dicho, la sesión analítica: lugar imaginario, simbólico y, si se da bien, real, donde el analista y el analizando regresan hasta sus pulsiones más inconfesables para llegar, a partir de esos estados de despersonalización recíprocos, a derivar recorridos nuevos. Los asesinatos, las culpas y las venganzas se transforman así en renacimientos psíquicos, en vidas nuevas.

Tanto en religión como en arte o psicoanálisis, estas alquimias del apaciguamiento comportan riesgos mayores, y sólo llegan a desbaratar el fuego de la pulsión de muerte con el que juegan creando artificios: sólo se logra la paz sustrayéndose de la realidad social e histórica, protegiendo el proceso imaginario en el recinto de lo sagrado y lo estético de la escena terapéutica propiamente dicha.

Conocemos sobradamente los desbordes frecuentes de estos "espacios delimitados" que, no contentos con atizar los conflictos fratricidas dentro de sus propios campos, desatan en el mundo "profano" guerras de todo tipo, si es que no se vuelven sus cómplices.

Más que las otras religiones y creencias, los monoteísmos que movilizan las iniciativas de sus súbditos, lejos de limitarse al espacio sagrado y a su extratemporalidad, se integran o se insinúan en el curso de la historia, y más o menos brutalmente la dirigen. Hay que reconocer, no obstante, que gracias al cristianismo, y sobre todo a sus descendencias laicas, el discurso de paz abandonó el ámbito del imaginario privado o colectivo para pretender concretarse en la realidad social de los hombres y las mujeres.

Cuando la razón práctica de Kant proclamó "La paz eterna", en su célebre texto de 1795, no fue solamente una reacción al Terror revolucionario, sino una traducción política del mensaje evangélico, fundado con toda lógica en el universalismo y el amor a la vida humana. Esta fuente que yo considero "imaginaria" de la moral moderna —entiendo la palabra "imaginaria" en la gravedad de su real intrapsíquico e intersubjetivo— funda los derechos del hombre actuales y se revela ya en el texto fundador de "La paz eterna".

Los detractores modernos de los derechos del hombre se equivocan al pensar que el fundamento de la paz imaginaria que aquellos representan revela su fragilidad por el simple hecho de que el universalismo no logró extender la justicia social. Es cierto que no todos los hombres son "hermanos, iguales y universales" si la exclusión económica, racial, religiosa puede dejarlos al margen de la sociedad o si los priva aun de esperar integrarla. Pero el que a mi entender sufre más gravemente hoy es el soporte del imaginario de la paz: no comprendemos el amor a la vida. Ya ni siquiera tiene discurso.

Lo que digo, entonces, es que la paz está en crisis —en Gaza, en Jerusalén, en París, en Nueva York, de manera diferente y conjunta— porque en el comienzo de este tercer milenio el discurso sobre la vida está ausente.

Y sin embargo, ¿quién no se siente profundamente apegado a uno solo de esos "valores", aun en crisis: es decir, a la vida? Pero apenas sabemos lo que estamos poniendo en esa palabra, más allá quizá, de la necesidad de hacerla durar con el menor sufrimiento posible. Si bien no faltan las pulsiones suicidas o sadomasoquistas en ciertas exaltaciones de la vida, mucho más que en el "choque de las civilizaciones", el déficit de la civilización moderna radica en nuestra falta de respuestas a las preguntas qué es una vida, qué quiere decir amar la vida.

Si las democracias, científicas y racionales no disponen de un discurso para este interrogante ligado al destino, ¿debe asombrarnos ver que las religiones se convierten en desencadenantes de la pulsión de muerte? De esa pulsión de muerte que precisamente tuvieron la vocación de frecuentar, que se jactan de frenar y prohibir y cuya violencia dicen sublimar.

Al confrontar los dos totalitarismos, hitleriano y staliniano, Hannah Arendt los asoció en el mismo mal que establece la "banalidad de la vida humana" arrogándose el derecho de eliminar de la superficie de la tierra a determinado grupo humano: judíos, gitanos, enfermos mentales. Sobre la marcha, la filósofa distingue entre "zoé", o vida biológica y "bios" o vida contada (biografía), compartida en la memoria de la ciudad con otros vivos: no necesariamente con los más heroicos, los más brillantes o los más eficientes, sino con los cualquiera, con quienquiera que sea, siempre y cuando sea respetado como un sujeto emergente.

 

Café Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003

 

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Tras un debate en la Academia Universal de las Culturas, el escritor y semiólogo italiano Umberto Eco  reflexiona sobre lo que muestra la historia: la relativa concordia lograda en el centro del imperio, al precio de sangrientas contiendas desatadas en la periferia. Este artículo ha sido publicado en The New York Times y en La Nación, bajo el título “La gran guerra, la pequeña paz”. Nuestra fuente ha sido la edición del 9 de febrero de 2003 del matutino argentino.

 

Heráclito advirtió que la lucha es la ley del mundo y la guerra es la generadora y ama y señora de todas las cosas

 

A fines de diciembre, la Academia Universal de las Culturas debatió en París cómo se puede imaginar la paz actualmente. El tema del debate no era cómo definirla o cómo alcanzarla, sino cómo imaginarla. Es que la paz ya no parece ser una meta, sino un objeto desconocido.

Los teólogos han definido la paz como tranquilitas ordinis, en latín, la tranquilidad del orden. ¿La tranquilidad de cuál orden? Todos somos víctimas de un mito original: en el principio reinaba una condición edénica, luego esa tranquilidad fue transgredida por el primer acto de violencia.

Pero Heráclito advirtió que la lucha es la ley del mundo y la guerra es la generadora y ama y señora de todas las cosas. En el principio está la guerra, el hombre es el lobo del hombre y la evolución comporta una lucha por la vida.

Todos las variantes de paz que hemos conocido a lo largo de la historia, como la Pax Romana o, en nuestros días, la Pax Americana (aunque también existió una Pax Soviética, una Pax Otomana, una Pax China), han sido resultado de la conquista y la constante presión militar, por medio de la cual se mantenía un cierto orden y se reducía el grado de conflicto en el centro, pero al precio de muchas pequeñas y sangrientas guerras periféricas. Este estado de cosas puede complacer a los que se encuentran en el ojo del huracán, pero los que están en los márgenes padecen la violencia que sirve para mantener el equilibrio del sistema. Nuestra paz se obtiene siempre al precio de una guerra sufrida por otros.

Esto nos lleva a extraer una conclusión cínica pero realista: si quieres la paz (para ti), debes prepararte para la guerra (contra los otros). Pero de alguna manera, durante las últimas décadas, la guerra se ha vuelto tan compleja que ya no termina con una situación –ni siquiera provisional– de paz. A lo largo de los siglos, el fin de una guerra era invadir el territorio del enemigo, manteniéndolo en la ignorancia con respecto a nuestros movimientos para poder tomarlo por sorpresa y conservando un frente interno solidario y unificado.

Ahora, después del Golfo y de Kosovo, vimos en nuestras pantallas de TV no sólo a periodistas occidentales que hablan desde las ciudades enemigas bombardeadas, sino también a representantes de esos países que se expresaban libremente. Los medios informaban al enemigo sobre las posiciones y los movimientos de los nuestros, como si Mata-Hari se hubiera convertido en la directora de las redes de televisión local.

Ver y escuchar al enemigo en casa, y la evidencia insoportable de la destrucción de la guerra, nos decía que no debíamos matar al enemigo (o mostrar que sólo lo matábamos por error) y al mismo tiempo hacía insostenible la idea de que muriese uno de los nuestros. ¿Se puede hacer una guerra en estas condiciones? Y es peor aún luego del 11 de septiembre.

El enemigo está en casa, pero los medios ya no pueden ponerlo en pantalla, porque es clandestino. Cada acto terrorista es magnificado por los medios, que de ese modo le siguen el juego al adversario. Se le quitan a Saddam las armas que le ha proporcionado Occidente, y que aún le sigue proporcionando, pero el verdadero enemigo no tiene necesidad de armas y tecnología propias: usa aquellas de las naciones que procura destruir. Para bombardear Londres, los alemanes tuvieron que fabricarse sus propias bombas, pero para destruir dos torres estadounidenses se usaron dos aviones estadounidenses.

Se establece así una división clara entre dos frentes: los fabricantes de armamentos están a favor de la guerra, mientras que las compañías aéreas, la industria del turismo y toda la red del comercio global se oponen con firmeza.

Así, la nueva forma de la guerra es un estado permanente por la elusividad del adversario, y porque cada uno de los contrincantes teme llevar el combate a sus últimas consecuencias. Numerosos intereses multinacionales tienden a hacerla endémica, pero no decisiva.

Por último, si antes la guerra garantizaba la paz en el centro del imperio, ahora es exactamente allí donde el enemigo ataca con mayor facilidad (y allí es donde tiene sus propios recursos financieros, en los bancos del adversario). Ahora la guerra en otra parte ya no garantiza la paz en casa. En la era de la globalización, la paz global se torna imposible.

Queda sólo la posibilidad de trabajar por una paz caso por caso, creando cada vez que se puede una situación pacífica en la inmensa periferia de las guerras que se suceden una tras otra.

Se establece una paz local cuando, ante el agotamiento de los combatientes, una agencia negociadora se propone como mediadora en una zona determinada del mundo, y produce la interrupción de las hostilidades. Una serie de estas pequeñas paces podría, a largo plazo, disminuir las tensiones producidas por la guerra permanente. Una pequeña paz establecida hoy en Jerusalén contribuiría a reducir las tensiones en todo el epicentro de la guerra global.

La paz universal es como el deseo de inmortalidad, algo terriblemente difícil de lograr. Y tanto que las religiones prometen la inmortalidad, pero sólo después de la muerte. Una pequeña paz es como el gesto que hace un médico al curar una herida: no es una promesa de inmortalidad, pero sí al menos una manera de retrasar la muerte.

 

Café Filosófico Heráclito, segunda mesa ter, febrero de 2003

 

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