CCCCH

Comité Canadiense para Combatir los Crímenes Contra la Humanidad

 

 

 

 

El Amasijo

La Columna de John Argerich

 

LA PRUEBA QUE FALTABA

(Donde se habla de saber buscar)

 

Por: John Argerich

 

 

Las calles de Bagdad estaban cubiertas por una espesa niebla gris. Y la luna de invierno apenas se asomaba tras los minaretes. Mientras tanto, las farolas del alumbrado público oscilaban, titilando, como juguetes del viento. Un viento cargado de premoniciones y arena del desierto. Pero su silbido no estaba solo en la noche. Los graznidos de las aves de rapiña daban al entorno un trasfondo trágico. A lo lejos, una columna de camiones con pintura de camuflaje, inscripciones militares  y luces bajas, se anunciaba con un rumor sordo. Los vehículos avanzaban lentamente, dejando tras de sí profundas huellas. Ese era un transporte secreto. Pero como bien sabemos, nada escapa a la sagacidad de un buen equipo de observadores. Especialmmente si éstos cuentan con la más moderna tecnología. Aviones espías, satélites tácticos, lentes para ver de noche, sensores térmicos, y muchos dólares para comprar conciencias. La cometa, como se suele decir.

-¡Para la motor, y muestra papeles, baisano! –dijo un guardia, armado hasta los dientes.

-¡No sea turco boludo y abra la puerta, Ibrahim! – repuso el conductor del primer vehículo- Este es un envío especial para el imán.

-¡Por Alá! –contestó el guarda- Entonces entra dranguilo, che.

Los portones del edificio contiguo a la mezquita se abrieron lentamente. Un depósito secreto para suministros vitales. E hizo entrada el primer camión. Luego siguieron los demás, hasta llenar el recinto. Y ya estaban los actores de este drama por irse a tomar un té con dátiles,  cuando sonaron voces destempladas en el exterior.

-¡Naciones Unidas! –dijo un  pelirrojo grandote que había sido infante de marina, con sombrerro tejano y pinta de matón- ¡Open the door, o lo llamo a Bush!

-¡Bluma, bluma, baisano! –le contestaron desde adentro.

Pero aquel hombre estaba decidido a cumplir con su mandato.

-¡Nada de pluma, pluma! ¡Abran de una vez, o los mato a tiros a todos, y envuelvo sus cadáveres en cuero de chancho, como hacían los ingleses en la India, para que no los dejen entrar al cielo!

-¡Piedad! ¡Piedad! –respondieron los aludidos.

Entonces el portón se volvió a abrir, e hizo entrada una camioneta blanca de la ONU. Al volante, iba un portorriqueño apodado Sammy. Atrás dos robustos escandinavos.

-A vé, chico, si se deja de jodé y me muestla la polquelía que va en eso camione –dijo el hispano.

-¡Nos lo ha prohibido Saddam!

-Entonces labraremos protokoll –repuso un sueco.

El tejano pelirrojo lo miró de costado, escupiendo el chicle que estaba masticando, mientras esgrimía una llave inglesa tamaño grande.

-¡A mi lo protocol me importa pito y flauta! –dijo-  Americano termina solito con esa pandilla terrorista.

Y por si hubiera dudas, agregó:

-¡Abre camión o te hago pomada, son of a bitch!

Ante semejante amenaza, toda resistencia era ilusoria. ¿Cómo podrían esos desgraciados enfrentarse a Superman? Un coronel del ejército iraquí rindió su espada, y dispuso acatar sin dilaciones las órdenes del funcionario internacional.

-¡Able esta puelta, chico! –insistió el portorriqueño.

-¡Pero se cae todo, señor…!

-¡No discutiendo tanto mucho, y open the door, carajo! –ordenó el tejano.

Entonces dos soldados iraquíes con sus Kalachnikoff en bandolera se subieron a la parte trasera del vehículo señalado, y cortaron las sogas de un machetazo.

-Levanta toldo, ahora –dijo el inspector de armamentos.

-Es peligroso, señor…

“Resistencia del personal, por miedo a la diseminación de materiales presuntamente contaminantes”, escribió el sueco. Y a continuación, el personal de la ONU se puso sus trajes protectores. Escafandras con visera de polietileno, botas pesadas, buzos amarillos construídos en material aislante, y gruesos guantes.

-¡Levanta de una vez!

-Si baisano dice así…

El coronel hizo una seña, y los soldados tiraron de las sogas que desactivaban el mecanismo de cerramiento. Entonces se oyó un rumor, como si miles de objetos contundentes se desplazaran hacia afuera, entrechocándose recíprocamente. El protorriqueño transmitió al centro de comando la señal convenida: Alerta roja. Una advertencia de que estaban frente a algo grande, mensaje que conllevaba un pedido de refuerzos. Iba a demandar mucho empeño primero analizar, y luego poner a buen recaudo esta carga sospechosa.

-¡Cuidado!

Pero el grito llegó tarde. Del camión saltaban miles de melones verdes, arrojados con violencia por la repentina desestabilización. Melones y más melones. Tantos melones como los inspectores no habían visto nunca antes, en sus vidas. Y, temerosos de ser enterrados evueltos en cuero de chancho, los soldados seguían abriendo camiones, con un resultado espectacular.

-¡Abre último camión, baisano, así vas al paraíso!

-¡A la orden, coronel!

No habían transcurrido más que unos  minutos desde el comienzo de la operación, cuando todo el recinto parecía cubierto por una marea pegajosa, de tonalidad verde amarillenta.

-Debe ser una trampa de los sospechosos, para trabar nuestra investigación. –comunicó un inspector a su centro de comando.

Y en el otro extremo de Bagdad, dedos tensos apretaron el botón del teléfono rojo.

-¿Hablo con Washington?

-¿Qué desea? Son las cuatro de la mañana, y estamos todos durmiendo.

-Hay noticias importantes, de la última inspección.

-Si es así, despertaré al jefe.

Y como todos sabemos, George Bush es hombre de acción. Cuando llegó un edecán con la noticia, saltó de la cama sin vacilar un segundo. Se puso su saquito con dibujos del Pato Donald, y dijo:

-¡Ahora lo agarré infraganti, al turco ése!

Después tuvo lugar una reunión de mandos. Porque en la Casa Blanca siempre hay alguien listo para tomar las riendas del país, en caso de emergencia. Y las instrucciones al personal de operaciones, en  Bagdad, fueron transmitidas pocos segundos después, vía satélite. Había que tomar muestras de esos malditos melones, y llevarlas de inmediato a los laboratorios del ejército, en Kuwait. Uno nunca sabe lo que se puede traer entre manos, ese pérfido dictador.

-¡A la orden, presidente! –repuso una voz.

Pero nunca hay que olvidarse de la burocracia. Retirar las muestras no era nada, la cosa fue llevar a cabo el empeño dentro de las normas vigentes. Si las órdenes debían ser escritas u orales, y este último caso, con qué contraseña de seguridad. Si el retiro debían hacerlo los inspectores, o personal de la Embajada. Si las cajas sería metálicas o de cartón. Si  en caso de trabajar por la  noche, las horas extra se pagarían al 50% o al 100%. Se fue casi una semana en preparativos para hacer todo legalmente. Y claro, en esas latitudes de día hace calor. Lo cierto es que cuando llegó la comisión encargada de cumplimentar la tarea, los melones estaban en pleno proceso de putrefacción.

-¡No importa el mal olor, levanta uno poco! –dijo el tejano.

Horas más tarde, un blanco avión de la Fuerza Aérea aterrizaba raudamente en Kuwait. “Urgente, material peligroso”, decían las etiquetas. Y como la eficiencia científica norteamericana no tiene parangón, al ratito estaban concluídas todas las pruebas. “Substancia chirle de origen vegetal, llena de bacterias, virus y cucarachas”, informaba el dictamen técnico.

-¿Ven que yo tenía razón? –exclamó, con una sonrisa triunfadora, el presidente- Esta es la prueba que faltaba. Ese asesino está preparando la guerra bacteriológica, e iba a bombardearnos con melones podridos. ¡No hacen falta más inspecciones!

Después clavó su mirada color de acero en el comandante de la operación Limpieza del Desierto, y dijo:

-¡Ordene un ataque fulminante, che!

 

THE END

 

 

Copyright:  John Argerich, 2002

 

La reproducción de este artículo es libre, mencionando la fuente, con aviso al autor:

john-argerich@telia.com

 

La serie ”El amasijo” se publica regularmente en diecinueve medios de siete países, existiendo también una versión en idioma inglés.

 

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